Prado Rodríguez. Inmersos como estamos en el fango de la corrupción y la desafección social hacia los políticos y las instituciones, con el nivel de espanto y sorpresa superado ya por una realidad recurrente, pesada e insoportable, anestesiados por una crisis que cada vez adquiere más el carácter de cambio de modelo económico y social, donde los derechos que pensábamos adquiridos y logrados tras muchas batallas, se derrumban de la noche a la mañana, la dignificación de los docentes y su falta de reconocimiento social habría que verlo más como síntoma que como enfermedad, más como consecuencia que como hecho aislado, su catalogación respondería mejor a “daño colateral de una sociedad enferma”.
En esta situación, sería terriblemente injusto no aclarar que la falta de reconocimiento social no es exclusiva de los docentes, afecta por igual a todos y cada uno de los servicios públicos, zaheridos y vilipendiados por una ciudadanía mal educada, a la que se le han otorgado todos los derechos “del mundo mundial” pero que no asume la menor exigencia, el menor deber ciudadano, dificultando y llevando al paroxismo la labor profesional de muchos servidores públicos, entre los que figuran los docentes, compañeros inestimables y privilegiados de la infancia y la juventud, proveedores de experiencias educativas y vitales que nos acompañarán toda la vida.
En este contexto, la visualización social de la falta de dignificación y reconocimiento social hacia los docentes se concreta en las noticias que llegan desde los centros de enseñanza sobre agresiones e insultos hacia los maestros y profesores, por parte de los progenitores o de los propios alumnos, con intervención en algunos casos graves de la justicia ordinaria condenando con multas y cárcel, en ocasiones, a los desalmados que “pegan a los maestros”, una expresión dramática que define a la perfección esta barbaridad social con la que convivimos a diario en los centros de enseñanza.
Pero cifrar la falta de reconocimiento de la profesión docente sólo en las agresiones, insultos y amenazas que con frecuencia ocurren en colegios e institutos sería un reduccionismo injusto y, sobre todo, ocultaría a aquellos actores que por obra u omisión están haciendo mucho daño a la dignificación de la función docente y que no son otros que los responsables políticos y la administración educativa que actúan, en muchas ocasiones, como auténticos enemigos de los docentes.
Así, por ejemplo, el tratamiento de las bajas por enfermedad es un ejemplo paradigmático de esta falta de reconocimiento por parte de la propia Administración educativa, aquella que, en teoría, más tendría que hacer por la dignificación de los docentes y la promoción de su aprecio social. Claro que llegado a este punto, no puedo dejar de acordarme del calvario personal y vital sufrido por Teresa Romero, auxiliar de enfermería, que recientemente superó el ébola en el hospital Carlos III de Madrid, maltratada por el propio consejero de Sanidad de la comunidad autónoma. Y cito este caso, porque no deja de tener relación con el tratamiento que desde la Administración educativa se le ha dado a las bajas del personal docente y sus consecuencias en la opinión pública y la dignidad de la profesión.
Precisamente, en uno de los actos previos a las elecciones sindicales de la Enseñanza Pública, organizados por el sector de enseñanza de CSIF, un docente se refirió “al terrible ataque que ha supuesto para los docentes y su consideración social la nueva normativa sobre bajas por enfermedad”. No por casualidad, uno de las campañas del sindicato sobre esta normativa llevaba el título de “Multados por enfermar”. Las consecuencias de tan funesta normativa no se quedan sólo en la injusta detracción de haberes por ponerse enfermo, ni en la falta de sustitutos para cubrir al docente enfermo, ni en la “caja” que hace con las dolencias de los maestros y profesores, cometiendo el “pecado” de aprovecharse del mal ajeno, lo que resulta terrible e impresentable es que antes que reconocer su incapacidad para gestionar las bajas del colectivo docente, para un tratamiento riguroso que dificulte a los “tramposos” faltar a la escuela o al instituto sin estar enfermos, la Administración Educativa arroja sobre todo el colectivo docente la sombra de la sospecha, la pesada carga de la duda, estigmatizando su compromiso y lealtad, e incluso disparando sin rubor contra su credibilidad e integridad profesional, asegurando que “tras la nueva normativa los docentes faltan menos”.
En este escenario, resulta casi obsceno ser optimista pero, precisamente por ello, es vital que redoblemos esfuerzos para que la dignidad y el reconocimiento de los docentes no se deteriore más, con medidas coherentes, como el reconocimiento de autoridad pública para los docentes en el ejercicio de su labor, frente al embate de los desalmados, como exigiendo la derogación de medidas tan funestas como la relativa a las bajas del profesorado, entre otras cuestiones.
Las organizaciones sindicales, que también atraviesan serias dificultades de credibilidad por la actuación de unos pocos, constituyen más que nunca el principal activo de la dignificación docente y del reconocimiento social del profesorado, su concurso se antoja vital para un colectivo atrapado por una sociedad inculta e irrespetuosa con su labor y unas fuerzas políticas sólo entienden de spots publicitarios para dignificar y reconocer a los docentes, ignorando que precisamente en los decretos, en las normas y actuaciones que ellos impulsan y aprueban reside la mejor manera de contribuir a la dignificación docente en estos tiempos convulsos.