Ramón Llanes. Nunca serán buenos tiempos para la lírica y siempre habrá una buena lírica para cada tiempo, se me ocurre. Es verano y andamos por casa a medio vestir, en zapatillas, con el ardor del cuerpo pidiendo frescura y sometidos a esa parsimonia de la calma, evitando agobios y huyendo de esfuerzos que produzcan exceso de sudor o estupidez de estómago. Para más asegurar la clemencia en esta deserción de la vida puesta al servicio del ajetreo, existen versos, -se me ocurre-, que inculcan esa vitalidad armoniosa a la contemplativa paz deseada, post-siesta.
Extender la mano sobre la librería del salón y capturar del sueño aquel libro de poemas que escribiera aquel autor extraño, traerlo a las manos quietas, aprehenderlo con la insinuación de una caricia, abrirlo por la página sesenta y siete, leer los primeros versos: “han puesto lámparas de sombra/al corredor del tiempo,/las paredes tramas de gris velado,/se aplastan impaciencias/ de costumbre,/con clamores se silencia cada protocolo/tramita el ambiente/una miel de goce,/alguien habrá renunciado a vivir/. Y acaso caiga de la palidez/una sonrisa/”, y enfoscar con ellos la somnolencia de la tarde.
Quizá el crecido zumbido del cansancio, animado por los muchos grados, ponga acento febril a la estancia, las horas se irán durmiendo y los ojos querrán desvirtuar las ganas del descanso. La poesía habrá rondado a puerta cerrada un éxtasis sobrenatural que no enmudeció su excelencia estética aunque se divulgara en casa, cualquier momento del verano. Placeres al alcance del cualquiera de nosotros que se acerque a la librería del salón y curse el ritual de la lectura con el asidero del deseo, se me ocurre.