Miriam Dabrio Soldán/ Rocío Rodríguez Pujazón. Ya desde fines del siglo XVIII comienza a desarrollarse en España la corriente de pensamiento presente desde tiempo atrás en el resto de Europa y que hoy conocemos como higienismo. Son los médicos los que se encargan de advertir la relación directa existente entre las condiciones de vida de la población y la presencia de enfermedades, por lo que comienzan a proponer medidas sociales tendentes a la mejora de la higiene y la salud, insistiendo en la relación existente entre morbilidad, mortalidad, medio ambiente y alimentación.
En España, en el año 1895 se aprueba la Ley para el Saneamiento, Reforma y Ensanche Interior, con el objetivo principal de “mejorar y sanear las grandes poblaciones en el sentido que demanda la ciencia de la higiene”. La cita anterior de Manuel Pérez González se enmarca dentro del cuestionario que se hizo a los municipios de España al hilo de la nueva Ley. El arquitecto criticaba entonces las condiciones del recién construido Mercado del Carmen en Huelva, al tiempo que gestaba su idea de un nuevo mercado que viniese a solventar los problemas de un edificio que, desde su punto de vista, había quedado obsoleto.
En lo que respecta a los mercados, hay que decir en primer lugar que estas construcciones se convirtieron en una de las principales preocupaciones de la administración municipal, sobre la que a lo largo del siglo XIX fue recayendo la competencia en urbanismo, salubridad y prestación de servicios básicos a los ciudadanos. El aprovisionamiento de pueblos y ciudades se fomenta y controla desde un punto de vista recaudatorio e higiénico, procurando que las ferias y mercados se realicen en las mejores condiciones posibles. Estamos en el momento de tránsito entre el proteccionismo comercial del Antiguo Régimen y la liberalización comercial propia de la sociedad capitalista actual, en la que la libre circulación de mercancías pasó a ser vista como la base fundamental del progreso y el desarrollo económico. Los ciudadanos se convierten en consumidores en el sentido contemporáneo del término, aunque aún perdura la idea del abastecimiento como manera de preservar el orden social ante eventuales crisis de subsistencia, y sobre todo ahora que las clases obreras comienzan a tener su propia ideología revolucionaria. Los municipios se volcaron en estos proyectos y la arquitectura del hierro aportó la intencionada modernidad que debían mostrar estos logros del gobierno local.
En la ejecución de las obras destacó el papel de las compañías metalúrgicas, pues no sólo aportaban los materiales sino que con frecuencia realizaron los diseños y cálculos de las estructuras metálicas mediante sus propios ingenieros. A pesar de tratarse en algunos casos de promociones privadas, fueron los Ayuntamientos los principales promotores y en caso de no contar con los recursos para llevarlos a cabo, se estilaba la cesión temporal de la explotación del establecimiento a la empresa constructora. Según Castañer Muñoz, especialista en los mercados del hierro, los arquitectos municipales participaron activamente en estos procesos: “El adjudicatario era el actor material y el Ayuntamiento quedaba como dueño de las obras, y se reservaba la capacidad de control del proceso de edificación a través de las inspecciones del arquitecto municipal, del sistema de pago por tramos y las dos inspecciones del edificio (la recepción provisional, inmediatamente después de la finalización de las obras, y la definitiva, algunos meses más tarde, con el fin de verificar la correcta conservación de los materiales y de los trabajos) bajo la tutela del arquitecto municipal. Terminados los trabajos, el Ayuntamiento quedaba como propietario y beneficiario de las ganancias que pudieran obtenerse de la explotación del establecimiento”.
Desde un punto de vista edilicio, los mercados constituyeron una rama autónoma en la evolución de la arquitectura española del hierro, a remolque de los progresos técnicos y modelos internacionales que además fueron visitados y estudiados con detalle por los constructores españoles. “Les Halles Centrales” de París, proyectados por Baltrad y Callet en 1844, se convirtieron en el gran modelo a seguir. Este inmenso mercado estaba organizado en una serie de pabellones contiguos con una distribución concéntrica compuesta por un espacio central rodeado de una galería. Los mercados madrileños de la Cebada y los Mostenses, proyectados ambos por el arquitecto Mariano Calvo y Pereira, en 1868 y dentro del contexto del Sexenio Revolucionario, imitan el modelo y utilizan cubriciones a la Polonceau, al uso en la Francia de los cincuenta. Sin embargo, los edificios que se proyectaron pocos años después, como el mercado de las Atarazanas en Málaga o El Born en Barcelona ya contaron con las innovaciones en materia de cubiertas que difundiría Dion. Vemos así una pronta evolución en las técnicas aunque todos ellos fueron abiertos más o menos en la misma fecha, inaugurados por Alfonso XII a partir del 1875. El nuevo monarca supo así atribuirse para su persona y por toda geografía nacional, la idea de progreso que representaban estas construcciones, en un momento en que la Restauración borbónica había supuesto la vuelta al poder de los sectores más conservadores de la sociedad española y la monarquía como sistema de gobierno estaba especialmente necesitada de autojustificación, tras la primera experiencia republicana en el país.
En el diseño de los mercados del hierro se tendrá en cuenta la organización espacial básica y universal de los mercados desde los remotos orígenes del comercio: una serie de lugares de venta, vías intermedias de circulación más un cierre mural y una cubierta. Se dará tanto en su forma abierta, en los denominados tinglados como en su forma cerrada. Se buscará la comodidad y eficiencia en las tareas de los usuarios, se atenderá a la función deambulatoria de los compradores así como a la descarga de las mercancías, cuestiones de importancia que el diseño del edificio debía facilitar además de aportar iluminación, bien natural en forma de linternas que se acompañaban de persianas y vidrieras, bien artificial, con iluminación de gas mediante puntos distribuidos por el edificio.
A la cubierta que proteja de la intemperie, se añade la preocupación por una buena ventilación, adecuada temperatura interior, la higiene o el abastecimiento y evacuación del agua, todo con vistas a lograr las mejores condiciones para la conservación de las mercancías. En las columnas de fundición, el hierro venia a aportar la solución al problema constructivo de la cubierta, especialmente en lo que se refiere a la reducción de los necesarios soportes a la mínima expresión, aprovechándose al máximo el espacio. Se lograba así el amplio espacio diáfano que caracterizaría a este tipo de mercados. A través del estudio comparativo de las plantas se ha intentado establecer una tipología para los mercados del hierro. Si en un primer momento se combinaban plantas curvilíneas y cuadrangulares siendo frecuente encontrar hemiciclos en los mercados, la influencia de los Mercados centrales de Paris hizo que la forma cuadrangular se impusiera, popularizándose una distribución concéntrica. Desde la década de 1870 la planta rectangular compuesta por naves paralelas será la más popular, aunque en general los mercados, debido a su necesidad de adaptación a los solares previos, combinaron sus naves de diversas maneras para aprovechar los espacios irregulares disponibles.
Los lugares elegidos para el emplazamiento de estos nuevos mercados respondieron a tres motivos, el mantenimiento de los lugares tradicionales de celebración de mercados al aire libre, el aprovechamiento de espacios obtenidos con las desamortizaciones -de ahí que muchos de ellos conservaran nombres religiosos previos-, o su incorporación a nuevos diseños urbanos en los ensanches de las ciudades. En este caso se trata de una suerte de ensanche propiciado por la desaparición del Cabezo del Molino de Viento. El amplio espacio generado permitió una total libertad en el diseño de la planta. Se opta por una forma con larga tradición histórica en los mercados, pues ya se diera en los macellum romanos y foduks árabes. Sin embargo, la planta cuadrada, no fue especialmente frecuente en la arquitectura del hierro, que normalmente necesitó acoplarse una trama urbana previa de planta irregular.
La planta cuadrada en varios niveles sería igual que el “Proyecto de Mercado cubierto” diseñado para la ciudad de Vitoria, por el arquitecto Joseph Parïs en el año 1884. Con 18 columnas en lugar de doce que posee el Mercado de Santa FE y dos niveles concéntricos en lugar de tres que dispone el Mercado onubense, constituye el ejemplar más parecido al nuestro que podemos encontrar en la geografía española, resultando que aquel mercado nunca llegó a edificarse. La plaza de abastos de Villaviciosa de Odón, es también de distribución concéntrica en dos niveles, aunque su trazado es rectangular. Por todo esto el Mercado de Santa Fe se constituye como ejemplo único.
Sin duda es el mercado de Civitavecchia el que sirvió de inspiración al arquitecto municipal tanto en su tipología de mercado de planta concéntrica cuadrada, como en su cubierta de hierro, puesto que Pérez y González lo menciona en relación a su armadura Polonceau para una luz de 24’65 m. De similar disposición aunque menores dimensiones, puesto que presenta 25 metros en cada fachada frente a los 43 del mercado de Huelva, este edificio constituye uno de los ejemplos construidos que más parecido guarda con el mercado onubense.
La disposición de las cubiertas del mercado italiano es a cuatro aguas y en dos niveles, a modo de techumbre de un edificio que, al igual que el onubense, es perfectamente cuadrado. Del mismo modo, la armadura abarca los 25 metros de luz, asentando en los muros perimetrales y en cuatro columnas centrales, generándose un amplio espacio cuadrado prácticamente diáfano. Pérez González pensó que podía aplicar este mismo sistema al pabellón central del Mercado de Santa Fe, con una luz de veinticinco metros en el espacio entre columnas, pero esta vez sin apoyos centrales.
Manuel Pérez y González, manifiestó de forma constante su preocupación por los servicios públicos municipales, en una época en la que las constantes epidemias de cólera azotaban la ciudad. Su obsesión por las condiciones higiénicas en las que debían desarrollarse las actividades alimentarias, queda plasmada en textos como su descripción del primitivo matadero municipal:
“Matadero: […] Si del salón de sacrificio pasamos a las demás dependencias no podemos menos que dar gracias a la divina providencia que nos tiene en su mano, porque nosotros no hemos hecho nada para precavernos, en efecto un corralillo chico, lóbrego y sin amplitud ni ventilación suficientes, ni agua ni desagües ni nada de lo necesario con sus pavimento descompuesto, sirve para la limpieza de los despojos; además es tan reducido que los encargados de las operaciones no caben ni en pie: el pavimento irregular y los muros terrizos están impregnados de miasmas pútridas y deletéreos; no hay corrales donde pueda reposar el ganado ni mucho menos para hacer el reconocimiento y apartado con la debida atención y reparación.”
De ahí que otra de las realizaciones que podemos atribuir a Pérez González sea el moderno matadero fechado en 1894. Aunque la dirección de obras se otorga a Trinidad Gallego, la similitud y coetaneidad de estos proyectos hacen pensar en una concepción conjunta por parte del arquitecto municipal. La relación del nuevo Matadero Municipal y nuevo Mercado de Santa Fe se evidencia en cuestiones como la formalización cuadrangular de su planta -aunque íntegramente cubierta sólo en el segundo-, la idéntica orientación geográfica, o el ladrillo como elemento constituyente de las fachadas -con lenguaje neomudéjar en el primero y clasicista en el segundo-.
En el proyecto del Mercado de Santa Fe, se describen pormenorizadamente los detalles de los puestos, diferenciándose entre los destinados a ultramarinos, carnes o pescados. Cada uno con sus peculiaridades, constituyen fiel reflejo de los hábitos alimenticios de nuestra historia reciente. Novedades sanitarias introducidas en el mercado tales como los alicatados, las bocas de riego o el uso de persianas y ventiladores para facilitar el aireado, habían sido desconocidos en Huelva hasta ese momento:
“Artículo 49º.Los puestos destinados a la venta de pan, serán igualmente de madera de Flandes bien labrada, acepillada y protegida con pintura como en el caso anterior.
Artículo 50º.Los puestos destinados a la venta de verduras y frutas del tiempo, serán de hierro bien pintado.
Artículo 51º.Los puestos destinados a la venta de pescado, serán de hierro, excepto los tableros del mostrador que serán de mármol.
Artículo 52º.Las carnicerías y puestos de chacinas llevarán sus mostradores de mármol pero los soportes y divisiones serán de hierro bien pintado.
Artículo 53º.Se alicatarán con azulejos blancos perfectamente vidriados, los paramentos interiores de los muros que forman parte de los distintos puestos donde se vendan géneros grasientos, como son los destinados a la venta de pescado, carnes, cecinas y otros géneros análogos. La altura de estos alicatados será la que convenga en cada caso, según la mayor o menor facilidad de producir la suciedad de los muros, que es lo que se pretende evitar.
Artículo 54º.Las bocas de riego se colocarán de tal modo que sea fácil producir el aseo del pavimento general y particular de los puestos en todos sus detalles.”
Queda plasmada la filosofía social y de salud pública que inspiró la construcción del Mercado de Santa Fe. La concepción del edificio por su autor constituyó un elemento de importancia vital en la mejora y modernización de los equipamientos públicos de la ciudad, basada en una mayor eficiencia e higiene en las actividades de abastecimiento alimenticio de la población, pesqueras y comerciales.