RFB. Cuando salimos de la casa de Catalina Francisco Barroso, la abuela de El Granado, la sensación que llevábamos en el alma y en el cuerpo era de paz, de serenidad, de autenticidad, de haber percibido la grandeza de la sencillez. Nos quedamos con las ganas de haber seguido charlando con ella, de seguir gozando del privilegio de que una mujer que está a punto de cumplir 98 años, historia viva, te cuente, te haga viajar al pasado. Porque ella pisaba ya la tierra de ese término municipal cuando no existía aún nadie de los que hoy lo habitan y, como señalaba la alcaldesa de El Granado, Mónica Serrano, que amablemente nos acompañó, es orgullo y satisfacción de su pueblo por tenerla y por ser tan buena persona.
Memorias de los Pueblos de Huelva, la serie que hoy nos lleva a conocer a esta entrañable dama, llega a El Granado, donde nuestra protagonista recibió al bautizarse el nombre de la Patrona. Santa Catalina es, además, la denominación de un minúsculo enclave poblacional del término -hoy con tan solo un uno por ciento de los quinientos habitantes del pequeño municipio- donde Catalina se crio, a unos siete kilómetros del pueblo en línea recta y a poco más que uno del Puerto de La Laja.
Y siempre en esta dinámica de hablar con personas mayores, terminamos sorprendiéndonos, una vez más. Catalina no fue a la escuela y en su infancia y juventud se dedicó al campo, y a guardar ovejas, cochinos y vacas. Conversas con ella, sin embargo, y percibes una extraordinaria sabiduría. Esa que no se adquiere en los libros si no en la vida a pie de calle o, en este caso mejor, a pie de campo, tierra y camino. Hija de un portugués y nieta de un castillejero por su mitad española, de pequeña a tenor de lo que nos cuenta debió ser una niña alegre, activa y muy integrada en la naturaleza que le rodeaba.
«Desde muy chica -relata- guardando cochinos, ovejas que tenía mi padre, vacas. Me metía en medio de las vacas, que tenían unos cuernos así… y mi madre me daba unos chillidos y yo no me quitaba, no tenía miedo de nada, no. La vida ha sido de campo. Segando también mucho con las hoces. De todo lo que usted pregunte. De cosas buenas, de descanso no, pero de trabajo si«.
La hospitalidad de Catalina, que expresa con delizadeza, casi abruma. Insiste desde que llegamos en que nos tomemos unos dulcecitos y se preocupa porque la redactora gráfica se ponga cómoda. “Esta niña ahí no está bien. Coge una silla, hija, que hay muchas sillas, hija. Podíamos haber pasado al comedor, que estaba más desahogado”. A la abuela de El Granado, con esa dulzura con la que mira y responde, te entran ganas de achucharla.
«Nací en 1926, son ya muchos años, hijo -nos dice-«. Percibimos juventud en su forma de mirar, ganas de vivir. Le preguntamos, junto a la alcaldesa de El Granado, por ‘el secreto’ y nos enteramos de que no hay tal, pero nos da algunas pistas sobre comer bien, como si fuese una nutricionista, lo que nos deja un poco perplejos. Afirma con seguridad pero también con modestia que «las grasas no son buenas. Y mucha carne tampoco, pero hay que comer de todo un poquito ¿no?» Alcohol no bebe. Refrescos muy poco. Le gusta el agua. Le preguntamos si bebe mucha y nos dice que “tenía que beber más”. Ciencia pura, pensamos.
Nos cuenta cosas curiosas, y denota una sensibilidad especial. “Nunca he comido mucho, pero si como. Como y duermo bien, gracias a Dios. Si no, no estaría aquí. Como de todo, menos carne, que nunca la comía y ahora la niña me la hace. Mi madre le ponía carne a los obreros, pero para ella y sus hijos no. No se el porqué. Los chicos, si veían un animal al que le habían quitado la piel… no querían. Tenían miedo, no querían. Porque se había muerto el animalito ¿no?». La huerta que tenía su familia cuando era niña «se cultivaba para consumo propio, para vender no. Para tener en casa abundancia de todo. Mi madre no salió nunca a la calle para comprar frutas y hortalizas, las tenía siempre«.
Cuando habla de los obreros se refiere a los que trabajaban en el campo, allí en Santa Catalina. «Me acuerdo que mi madre me mandaba cerquita de Santa Catalina, donde estaba la era que trillaban, y me daba una cafetera con café, diciéndome que no se me derramara, para llevárselo a los trabajadores por la tarde. Cuando me veían de lejos llegar venían corriendo a buscarme, al camino. Era una niña chica, tenían miedo de que me quemara y me cogían rápido el canasto«.
Catalina en muchos momentos nos hace reír. Muestra una franqueza natural que resulta fresca, nos atreveríamos a decir que juvenil. Cuando nos habla de cosas de cuando era niña sentimos trasladarnos con ella en un viaje fascinante a un paisaje que ya no existe. Verdad que refleja una vida dura, de mucho trabajo. Pero al final resulta una prueba vital superada con su actitud positiva, que debió ser resiliente y proactiva.
Lo pasó muy mal al fallecer su padre, «muy nuevo«, como dice. «Y faltando él ya se rompió la casa. Tenía obreros que eran muy buenas personas, pero él era el primero. Mi padre enseñaba a los niños, a los muchachos, como tenían que arar, como tenían que sembrar. Los llevaba al campo y los dejaba allí sembrando y se iba a otro sitio, no tenía tiempo«. Le debían gustar mucho los niños. Un poco más mayor Catalina le decía «ay papa, como hace usted eso… a un niño chico le enganchaba las bestias y lo llevaba así (gesticula suave con la mano), y yo detrás. El niño chico llevaba las bestias, pero mi padre siempre al lado de él… ah. No tenía miedo«.
Debió ser muy buena persona. Vivió la época del contrabando. Nos dice al respecto que “mi padre les dejaba la puerta con el postigo abierto y ellos venían con sus carritos y sus cosas y las escondían allí. Si no los guardias se las quitaban”. El padre les ayudaba, pero -aclara- “para beneficio de los pobres, porque él de ahí no se quedaba nada. Corría riesgo, porque si lo descubrían el que pagaba era él«. El contrabando era de café.
Nuestra protagonista formaba parte de una prole de seis hermanos, dos hembras y cuatro varones. A su madre la recuerda como muy trabajadora, sacó a seis hijos adelante. «El horno estaba fuera -comenta-. Estaba en la calle, porque era de todos los vecinos. Pasó mucho… Ya iban a nacer los niños y llevaba cargando un tablero como de aquí a allá para el horno (señala a una cierta distancia). Qué pan mas bueno se hacía…» lo dice tras pararse a pensar un momento, evocando sensaciones y sonriendo.
Solo queda ella de sus hermanos. Ellos se llevaban muy bien. Los varones trabajaban en el campo. Si discutían lo hacían allí, en casa no. «Mi padre en casa no quería discusiones, no quiso nunca«. Es Catalina una persona muy familiar. Sus padres y hermanos antes y ahora con sus sobrinos, que la cuidan mucho. «Tengo sobrinos aquí en el pueblo, y fuera tengo más. Pero son muy buenas mis niñas, si, son muy buenas«. Todas las noches sale un ratito al fresco, en verano. «A la Filo le habría gustado estar aquí hoy. Hace pocos días que ha cumplido los años. Ella viene siempre a dar una vueltecita. Me busca las cosas que la muchacha no sabe donde están«. Filo es una de sus sobrinas, que está muy pendiente de ella.
Hacerse tan mayor tiene cosas buenas y algunas no tanto. Lamenta que ya no estén sus amigas de la infancia. Recuerda especialmente a Rita, Soledad y Mari Carmen. «Ellas -apunta como dato- como no tenían animales no guardaban animales, yo si«. Los mejores momentos de niña y joven eran las fiestas de El Granado, a las que acudían desde la ‘lejana’ Santa Catalina. «Unas fiestas muy bonitas. Se sacaba la procesión… tres días (señala con la mano) de fiesta, y venía mucha gente de fuera. Los portugueses con los acordeones. Muy bonitas«.
Además nos habla de Los Sanjuanes, que eran también muy bonitos en Santa Catalina. «Se cortaba la adelfa verde, con la flor. Ponían como si fuera un pino y lo rodeaban de flores. Y ahí venían del Puerto La Laja, de los Carteles, venía un tocador portugués, siempre traían tocadores portugueses. Se cantaba ‘Día de San Juan alegre…’ tocando las palmas y la pandereta. Era muy divertido. Mas que ahora. Ahora la gente no ves a nadie, se van a los bares y…«. También se festejaba San Pedro, ya no. “Porque San Pedro era el patrón de los animales. Entonces como había muchos animales, pues los pastores se cambiaban ese día..”. La alcaldesa comenta que, sin embargo, el patrón del ganado es San Sebastián, y nunca se ha celebrado. “La verdad es que sí ¿por qué será eso? –confirma y pregunta Catalina-«.
Le preguntamos, un poco en broma, claro, si los portugueses son más guapos o más feos que los españoles. «Hay de todo -responde como es natural-, algunos son más feos y otros más guapitos». Tiene claro, no obstante, -y nos hace reir- que “las portuguesas más guapas que las españolas no. Pero ya hoy se ve la gente todas igual, porque visten muy bien”.
Ella eligió a un portugués. «El tenía aquí en El Granado una hermana guardando una piara de cabras que eran del padre de la Luisiana, Pepe Salamanca. Y ahora una se puso mala y la hermana lo llamó, que viniera, que qué le iba a hacer a las cabras… y ya no se fue«. Lo dice con una sonrisa tímida. Nunca se quiso volver a Portugal. Ella lo quería mucho, pero no se quería ir al país vecino. El marido era de un pueblo cercano a Alcoutim, que visitaban y donde ella recuerda que la gente era muy cariñosa.
Catalina iba todos los días al río -apunta la alcaldesa-. Primero con el burro, y después andando. Se iba sola. “Fui muchas veces andando, porque estaba mi marido y le tenía que llevar la comida”. La tierra en la que trabajaba estaba cerca de Puerto la Laja, había una finca entre medio. «Había puesto el cocido y decía, pues esto no se va a derramar… y me iba a llevarle la comida a él. Y luego después por la tarde nos veníamos los dos si él podía venirse. Y si no podía, porque tenía allí animales, pues me venía sola«.
Se para en el relato Catalina para reiterar «que se tome por lo menos un dulcecito, dile a la niña que venga. Un café, la niña lo podía haber puesto ya«. La chica que está con ella es Jéssica, una joven peruana que la cuida y con la que parece tener un gran entendimiento. Cuando salimos de la casa también nos encontramos a otra chica que trabaja en ayuda a domicilio, que nos dice que le encanta atender a Catalina, que es muy buena persona.
El triángulo Sanlúcar del Guadiana, Puerto de La Laja y El Granado ha sido el marco vital de referencia de Catalina además claro, de Santa Catalina. En Sanlúcar su abuela hacía canastos que luego vendía en Villablanca, Ayamonte y otros lugares. Recuerda los vapores que subían por el río al Puerto de La Laja a por mineral. Nos llama la atención que hable de los prácticos -un término muy poco de campo-, que venían de Ayamonte, «porque el río es muy peligroso«. Se nota que tiene nostalgia de la finca, hoy gestionada por sus sobrinos. La había comprado su padre, e hizo una casita, que no tenía. «Es muy bonita, tiene muchos árboles«.
La Hermandad de Santa Catalina le hizo un reconocimiento porque la corona que tiene la Virgen se la regaló ella. «Tuve que ir a Huelva con Antoñito y otro de la Iglesia. Y se escogió hasta donde yo podía llegar, pero es muy bonita«. Cuando la Virgen pasa por su calle se la muestran para que ella la vea. Lo que más le gusta de El Granado es la unión de su gente “porque si pasa algo todo el mundo se ayuda, se interesa por los demás”.
Felicidades, Catalina. Y que sean muchos más.
Fotogramas y video: Edith-HBN.
La abuela de El Granado.
Memorias de los Pueblos de Huelva. Diputación Provincial.