Ramón Llanes. Las tardes de los jueves enmiendan los estremecimientos de quienes han superado la edad de enamorarse. La orquesta insinúa un clamor de música y el gremio de soledades se junta en un vaivén de medio esperanza soñando con bailar para la vida aquello que aún queda de fuerza y ensoñación en las mismas entrañas. Se cree plenamente mujer y viene a buscar la mano ardiente de una compañía. O se cree hombre en plenitud y se acerca para bucear en unos ojos calmos un consuelo que evite su solitario mundo de rutina.
Una vez allí, -las tardes de los jueves-, el baile se encarga de empequeñecer la timidez y agrandar las necesidades, y los hombres sacan la luz de su querencia, se atavían del valor perdido e invitan al abrazo a quien al otro lado del salón espera sonriente su llegada. La palabra les devuelve al mundo real, se cruzan el mirar limpio, se aniñan los modos y comienzan a restregarse los pies por las baldosas oscuras del hogar de mayores que acoge esta cálida concurrencia con la capacidad puesta en el ambiente.
La música suena inquebrantable, como un aviso, hasta que las citas se ajustan para el próximo jueves y las manos comienzan a rozarse en una liturgia de novedad, la primera vez, con los nervios puestos, con el pudor notándose, con la inquietud de los años mozos y con el malabarismo de la entrega susurrando cada pensamiento.
Los transeúntes que discurren anónimos por la calle Botica ya no extrañan que los mayores quieran volver a querer para librarse de todas las soledades y para saberse merecedores de generar atracción y se quedan perplejos de la ternura que irradia el baile de los jueves.