Ramón Llanes. A un aventurero que recorrió el mundo de manera casi precaria le preguntaron qué paisaje le sorprendió más y cuál fue la mayor de las emociones sentidas. Las gentes son lo mejor del mundo –dijo-. Y luego añadió las ayudas recibidas, las sensaciones compartidas, las sonrisas de los menos favorecidos. No encontró caníbales, gentes de mal, perniciosos, malvados, miserables; encontró amabilidad, humanidad, afecto.
El mundo del aventurero es más extenso y amplio, nosotros discurrimos en un entorno pequeño y conocido, las personas que nos cruzamos pertenecen a nuestro magma de vida, somos los mismos seres con distintas casas pero ¡cuánta gente linda tiene nuestro pequeño mundo!, ¡cuánta mujer entregada, cuánto hombre incansable, cuánto niño alegre! Bien pensado y bien valorado, el ser humano de nuestra cercanía es el más excelente patrimonio del que podemos gozar. El don preciado que complementa nuestra dignidad; ¡qué hacer sin él!
Los pueblos están repletos de complicidades, siempre existe alguien para consolar un desencanto, otro alguien para comprender un dolor, otro alguien para un aliento. La conciencia de estos seres imprescindibles no tiene parámetros ni niveles de exactitud, actúa con el impulso de los sentimientos y acude a una llamada no escrita de la ética. La gente linda mantiene el paisaje y consolida el amor.
La parte más íntima de nuestra individualidad se alimenta –puede parecer- de autoestímulos personales pero siempre precisa de un empuje común que solo la colectividad aporta. Y la predisposición del ser como único y como colectivo es suficiente para diseñar, consolidar y restaurar todo lo que concierne al universo de las emociones y cumple a la perfección su función solidaria y reparadora.
Gente linda.