Ramón Llanes. Nuestro negativo presenta una escasa resolución, apenas perceptible para ser revelado. Nuestro positivo no alcanza calidad, su ampliación a formato mayor es imposible, se dejarían observar las motas hasta devaluar la imagen. Nuestro prestigio interno tiene también una latente imagen que permanece inserta en la cualidad, como si fuere la identidad positiva que distingue a los individuos de las piedras o del agua.
Las bestias no carecen de ternura, le identifican. El propósito humano en su clara extensión de prohombre, superdotado, supervalorado y superdominador de su universo se precia de ello hasta los límites extremos de su poder y se relaciona con todas las especies en una escala de primacía. Este dios llamado hombre se fermenta en las pócimas de la perfección y en cada pensamiento logra un progreso que le encumbra.
Cuando al siglo que ahora habitamos corresponda ponerle el adjetivo para su posteridad, no será identificado como el siglo de la ternura, muy a pesar de la ingente aportación de otros seres no humanos. Se intuye una pérdida de rumbo, una recaída a los tiempos de la contienda y la sinrazón, una olvidanza a la ternura. Sabe el prohombre que en la ternura se descubre la solución a la mayor parte de los giros del cosmos humanizado pero no instruye ni aplica los códigos que a la ternura conducen. Acaso nunca se sabrá de las consecuencias de este error.