Ramón Llanes. Para contar las conspiraciones extrañas del verano, todo el tiempo en pantalón corto, con las ideas a medio derretir, el olor del gazpacho en los labios y la áspera somnolencia en la crecida de los ojos; luego del café, la tarde quieta enseñando horizontes rojizos, el sosiego apretado a las manos intentando detenerlo de golpes y huidas, luego del café, un trozo de vida más en un libro más que se estrena o en un verso más que se dibuja.
El soliloquio como lenguaje íntimo con el espacio y las bruces de tu verdad enredándose con el panorama del noticiario; nunca llegan tus números al comodín que te espera y las ensaladas tienen ese sabor a tomate que enloquecen las ganas de empezar; el tiempo se te hace ascuas, la felicidad ni la nombras y los pasos son mínimos.
Llegará la hora del recuento, versificado de momentos inútiles que han quedado desapercibidos en el entorno del día, las zapatillas cómodas que te soportan el andar, el abrazo a quien viniera a verte, la visita de las moscas, -indomables y pesadas-, el calendario que se te va como si aquello de vivir fuera un remedio o terapia para el entretenimiento; en fin, la sensación de entrevistarte con el universo sin enredos en la travesía.
Quedará un resquicio de nostalgia, apenas perceptible, una suspicacia en la conciencia y tal vez un resquemor en el alma por la duda sobre si algo de la tarde, el café o el libro no quedara finalizado como preveían los esquemas. Poco, acaso, comparado con la satisfacción recibida.