Ramón Llanes. O será que los campos se enardecen, como nosotros, y se restriegan con fuerza por esta pasión. Así cantan al estío su calor, comunican una fogata de pinos con humo luctuoso para que les traigan agua del mar lejano y vean la fastuosidad de lo ignoto, aquella estrella que nunca les dio prosa para los libros verdes, aquel ocre templado de arena, una paz revuelta en yodos o los insondables horizontes.
Es cierto el estío con bogas de velas y pescadores; es cierto en las solanas sedientas del tercio norte; es cierto y duro el estío entre los castaños rígidos y los pedregales; es cierto el estío en la nana muda de la vida; es cierto por silencioso y tímido hasta la quema. Cuando asoma el humo arde soporíferamente el campo seco, sin culpa ni tutela. O será apariencia de la tarde que relame el espectáculo.
Allá, en los refugios del viento, el fuego come su ración, goloso, sin “jarturas”, se alimenta a tragantones y devora la vida. No es pulla del estío a las tierras solitarias ni a las mansedumbres de los pájaros; es la mordida cruel de la innobleza humana, con rancia fórmula para conseguir demostrarse valentías o valentonadas míseras. Es la insolencia autómata del mal imperando sobre cuerdos para insinuarles diabólicas maniobras de infierno. El fuego pendula siempre, en el estío, las crestas altas de los eternos sombrajos del fresco pavor de la sierra porque miserables condiciones, entre partos de cuchillos, requieren un fin a cambio de cualquier medio.
Envidias de muerte apestan las lunas del estío. No ha de bastar el castigo cuando se desola la libertad ni para los conniventes ni para los insidiosos ni para los desaprensivos. Si es la hora, que sea la hora para ellos con la misma alevosía que sus tramas. No hace daño el peso del estío en las tordas veredas, solo el vicio de la destrucción se resarce pagando con deuda larga su corta desvergüenza.
A estas alturas un fuego habrá tragado lo suyo y otro espera la siesta para despertarse y traer una venganza inútil, desprovista de bondad, mientras las flores tiemblan y los animales vigilan atentos a la desesperación una vez y otra, durmiendo asomados a la muerte, siempre. ¿ Serán los ciclos?, ¿ o serán los hombres que empujan a los ciclos? ¡Tanto tiempo festejando la llegada, para esto!
Los fuegos que devastan los nidales tienden ropa de sudor y frío. Nunca va solo el fuego de lugar a lugar a maldecir la dehesa como depredador de trinos, lo llevan en las manos seres de los planetas del odio que son “atilas” de devoción y disfrutan en el escondite del anonimato.
A ellos, que nunca leerán este epitafio.