Ramón Llanes. El olvido es un pequeño desconcierto de la memoria y un espejismo de la voluntad; el olvido puede ser también una terapia del recuerdo o un sosiego o un apartado incierto donde la nada se oscurece como un ambiguo resorte para seguir conservando todo aquello que no debe olvidarse. Ayer quise olvidar voluntariamente y no lo conseguí, no he aprendido a olvidar, no sé olvidar.
Quise componer un recuerdo que figuraba roto, pensé cada uno de los trozos, los enaltecí para darles mayor valor y las piezas se dejaron unir con toda su solvencia; cuando lo tuve restaurado lo disfruté mil veces -todo en la memoria-, le encontré las emociones y las viví, un rato, con la misma pasión. Y allí estaba todo, intacto, caliente como un pan nuevo, como si lo hubiese guardado ayer.
Me gustó tanto que empecé a revolver antiguas vivencias que habían desaparecido de mi control, quizá por la lejanía en el tiempo o quizá por la falta de huella que pudieron haber dejado en las células que controlan estas cosas. Hice acopio de mis eventos naturales, me esforcé en reconstruirlos, les tendí mi mano virtual, mi llamada amorosa, les devolví la ilusión por aparecer y se me vinieron a la sonrisa hasta ocuparla y privilegiarla; ¡cuánto deleite!
He pensado también -casi me ha dolido pensarlo- que la memoria guarda, por obligación, todo aquello que no fue útil o produjo malestar, desencanto o dolor; la memoria reserva un arsenal infinito de horas para hacerlas vivas cuando se le antoje. Rechacé esta posible opción, se me puso mala cara, se me trincharon las ganas de pensar y le perdí el respeto a la memoria. Me merezco conservar lo puro, lo emocionante y lo alegre, me dije. Pero mi vida es todo el recuerdo, toda la memoria; con sus sobresaltos, sus remiendos y sus veleidades; y no quiero apartarme, lo inventé y no puedo permitirme renunciar ni siquiera a la más insulsa de las moléculas que guardan lágrimas y efemérides de mi vida. Y me olvidaré de intentar olvidar.