María Antonia Peña. Algunos sospechamos que la corrupción que nos asola es como un gran iceberg del que sólo vemos la parte que sobresale del agua. También intuimos que bajo la superficie de ésta se esconde la acumulación, casi petrificada, de los miles de comportamientos anómalos e incívicos que constituyen nuestra cotidianeidad pública y privada. Si, además, volvemos la vista atrás y recordamos los episodios de corrupción administrativa, política o económica que han recorrido la Historia de España, nos exponemos al peligro de pensar que el “ser corrupto” es algo así como una esencia identitaria que nos persigue y de la que no podemos desprendernos.
Cuando explico a mis alumnos el funcionamiento de la vida política española del siglo XIX, infiltrada por el caciquismo y el clientelismo, me esfuerzo por trasladarles, con un disciplinado optimismo, la vieja distinción que hacía el hispanista Raymond Carr entre “un sistema corrupto” y “la corrupción como sistema”. Sinceramente, no creo que estemos en lo segundo, pero sí en un sistema político necesitado de urgente regeneración externa e interna, en el que el desgaste ideológico e institucional ha favorecido el surgimiento de vergonzosos escándalos de corrupción. A diferencia de las corrupciones decimónicas, habitualmente nacidas de los grandes poderes económicos para hacerse con el poder político, las de ahora –significativa expresión de nuestro tiempo- parecen nacer del propio poder político en aras de un enriquecimiento obsceno y desproporcionado.
A poco que raspemos la endeble corteza moral de nuestra sociedad, descubriremos que, detrás de estas conductas, se esconden, entre otras causas, el menosprecio a los principios políticos –reiteradamente vapuleados por las conveniencias electoralistas y los pactos de gobierno-, el escaso control de los partidos políticos sobre el reclutamiento de sus cuadros –que ha premiado no pocas veces la incompetencia, el arribismo, la falta de independencia de criterio y, en especial, la anemia de ideas y proyectos-, y un peligroso distanciamiento entre la clase política y la ciudadanía, que hunde sus raíces en el endiosamiento acomodaticio de la primera, pero también en cierto adocenamiento de la segunda. Pero, a no ser que alguien me demuestre que nuestros políticos proceden todos del espacio exterior y han desembarcado de una nave nodriza, no podré dejar de pensar que esta corrupción que ahora amplifica la crisis y que los medios de comunicación nos desvelan día a día no es sino la emergencia pública de un problema más profundo y que nos compromete a todos.
Debajo de esta punta del iceberg tan llamativa, se agazapan las podredumbres diarias y anónimas de una ciudadanía que, en su mayor parte, sigue recurriendo a recomendaciones y favores y que ha naturalizado el familismo, el enchufismo y el escamoteo pícaro de la ley y de la norma, que sigue pensando que lo “público” no es de nadie y por eso puede ser objeto de maltrato o de apropiación, que durante los últimos años ha extraviado el sentido del honor y se ve arrastrada por un tsunami de consumismo y exaltación de las apariencias. Todos somos partes de este cambalache de tango agridulce al creer que la moral pública no se nutre de la moral privada y al desoír las palabras de un visionario Rousseau cuando advertía que el progreso económico no conduce por sí solo al progreso moral.
Pero de la corrupción también se puede salir, palabra de historiadora, porque sin duda hay también en nuestra sociedad otra parte de la ciudadanía y de la clase política dispuesta a apostar por la regeneración. Y, si me lo permiten, escribiré sobre esto otro día.
4 comentarios en «El iceberg, los políticos y el ciudadano (I)»
En perfecto acuerdo con esta reflexión disciplinada y empírica de María Antonia. Puede ser un buen cuaderno para seguirlo pero quienes se corrompen no leen y quienes leen, habitualmente no se corrompen.
No dejes de dejarnos tus pensamientos para nuestro disfrute. R.Llanes.
Léase con la entonación de MªAntonia Peña y le sacará todo el jugo. Tempus fugit.
Coincido contigo, Mª Antonia, en que de la corrupciòn se puede salir, pero …no se si con la «razón» o por la «fuerza» y me aterra pensar que lo segundo deba prevalecer ante lo primero, si bien tambien me reconforta suponer que la ciudadanía honrada pueda echar a los «vividores» de muy numerosos sectores y estatus sociales, de sus poltronas revestidas con los colores de numerosas banderas y siglas.
Lo triste de todo esto es que cada vez que nos enteramos de un nuevo caso de corrupcion,pesa sobre nuestras almas y nuestros bolsillos como una gran losa.Ademas solo nos sirve para olvidar el caso anterior y empezar a temer cual sera el siguiente y quien.
El sentimiento de estar desprotegidos y abandonados por quien deberia cuidar de nosotros es ya omnipresente en nuestra vida diaria,mas la sensacion de estar haciendo»el lila»,portandonos bien.