Jaime de Vicente. En el artículo anterior recordaba el fallecimiento de Nicolás Capelo. Un hombre bueno y creativo, en plena madurez. Pocos minutos antes de su muerte se le podría haber aplicado la afirmación de que “tenía lo mejor de su vida por delante”. Esta actuación de la Muerte se encuadra en el apartado, muy concurrido, de la “lotería perniciosa”, o sea, la que no distribuye premios sino desgracias, de forma aleatoria. Con toda su carga dramática, consideramos que estos hechos se encuentran al margen de nuestra voluntad, son irremediables.
Es un caso diferente cuando las muertes no son fortuitas e imprevisibles, sino que llegan como consecuencia directa de decisiones humanas o de situaciones de injusticia. En teoría estos hechos, tan frecuentes por otra parte, deberían herir nuestra sensibilidad y remover nuestra conciencia de personas civilizadas. La realidad es que esa reacción no es la más habitual ni, en todo caso, duradera. Tal vez como mecanismo de defensa, nos blindamos contra la compasión –padecimiento compartido-. Y el impacto que nos provocan las desgracias ajenas, cuando existe, es sumamente volátil.
Ese blindaje emocional puede tener sus ventajas para proteger nuestro equilibrio psicológico. Pero lo que no es justificable es el adormecimiento paralelo de nuestro sentido de la justicia, que impide una reacción enérgica ante esas tragedias. Normalmente son lejanas en el espacio y, por ello, no las vemos como una amenaza para nuestra confortable existencia.
Desgraciadamente acabamos de vivir uno de estos hechos lamentables y nada lejano: el asalto a la valla que es frontera de España en la ciudad de Melilla. ¿Cómo podríamos describirlo intentando ser objetivos? Unos miles de subsaharianos, que intentan huir de los desastres de guerras olvidadas como la de Sudán o de la miseria extrema, aguardan su oportunidad en los montes próximos a una ciudad de la Unión Europea situada en el Norte de África. Les impulsa que lo que nosotros llamamos, con razón, pobreza es para ellos satisfactorio bienestar. Son conscientes de que la travesía del estrecho en patera, aun con su riesgo mortal, es una opción, pero es cara y ellos no tienen recursos económicos.
El salto de la valla ha permitido en otras ocasiones cruzar la frontera vedada a un porcentaje incierto de ellos. Pero en esta ocasión hay un nuevo factor que juega en su contra, aunque no sean conscientes de ello: los acuerdos entre España –con Europa y Estados Unidos detrás- y Marruecos.
Han dado un giro de 180 grados a la actitud de las autoridades del país magrebí, que han pasado de la pasividad complaciente a una actitud beligerante. A ellas corresponde ahora ocupar la primera línea de defensa contra los que el presidente español ha calificado de “invasores violentos, armados de garfios y hachas, dirigidos por mafias”.
No sabemos si el balance es de 37 muertos (versión ONGs) o de 23 (versión oficial marroquí). En cualquier caso, aterrador. Sorprendentes y escandalosas las declaraciones, no rectificadas, de Sánchez elogiando la actuación de la Gendarmería marroquí que, según él, ha dejado el asunto “bien resuelto”. No se ha limitado a lavarse las manos, como Pilatos. Ha dicho exactamente aquello que podía complacer a Mohamed VI.
Mientras tanto, el Gobierno cierra filas con su presidente. Quiero pensar que algunos de los ministros lo hacen por disciplina y afán de supervivencia política, aunque en su fuero interno reconozcan la cuota de responsabilidad que tienen en el horror, al menos por su silencio. Incluso los miembros de Podemos en el gobierno callan discretamente y desde su partido manifiestan una tibia discrepancia y piden comisiones de investigación.
La organización de la Cumbre de la OTAN, que ha cosechado elogios unánimes entre los representantes de los países miembros, con su superlativa cobertura mediática, ha dejado en segundo plano las imágenes de los muertos y heridos hacinados al pie de la Valla de la Infamia. Sin embargo, a algunos se nos han quedado impresas indeleblemente en la memoria y el corazón.
Imagino que la propia Muerte se siente perpleja por encontrar, entre aquellos que seremos un día sus víctimas, cómplices tan aplicados en su macabra tarea. Pero para los amantes de la vida, para los que tienen sensibilidad, para los que creen en la hermandad de los humanos, el 24 de junio de 2022 quedará como un día negro (otro más) en la historia de España y de Europa.