Juegos en la arena

Félix Morales Prado. En la explanada del Murito, tras la iglesia, sobre la arena limpia y fresca de la tarde, con el fondo del murmullo de los barcos que pasaban por la ría y el ruido vibrante de los golpes de raquetas en el tenis, entre artemisias y envueltos en ese aroma de las siemprevivas, lejanamente parecido al curry, que el foreño empujaba desde las dunas, bajo el vuelo de los escarabajos, jugábamos a las prendas. “Al ton, al ton, al ton pirulero…”, cantaba la madre, “…cada cual que aprenda su juego. / Y el que no lo aprenda / pagará, pa-ga-rá una prenda…”. Siguiendo sus gestos, la imitábamos, fallábamos, pagábamos el objeto, el chaleco, un zapato, una cinta del pelo. Y después venían los castigos para recuperar lo perdido. ¿Qué tiene que hacer la dueña de esta prenda? Que vaya y le pregunte a aquel señor si lleva los calcetines limpios. Carcajadas. Tiene que entrar en la Torre y traer un murciélago vivo. Miedo. Que le dé un beso al niño que le gusta. Sonrojos. Risitas.

La arena, además de cómoda y amable en el salto, la carrera o la caída, era materia dúctil, presta a transformarse en las manos infantiles en flan, castillo, casita, barco; lienzo manso en el que dibujar el diagrama del tejo, un trincarro o donde jugar al clavo. O al corro: “Viva la media naranja, / viva la naranja entera. / Vivan los guardiaciviles / que van por la carretera. / Ferrocarril, camino llano, / en el vapor se va mi hermano…”.


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La orilla presentaba alternativas autóctonas a esparcimientos universales, como la piola, pues se caía en el agua tras saltar el burro, gritando: primera, de jara; segunda, culá que te hunda (y se derrumbaba el trasero sobre las sufridas espaldas del que la quedaba); cuarta, culá que te parta; quinta, espoliniqui (espolique, talonazo en las nalgas)… Los pinos, que crecían por doquiera, además de servir para subirse ofrecían sus ramas como soportes de columpios, más o menos convencionales o aparatosos, mejor o peor hechos, siempre divertidos.

Al abrigo de las primeras sombras del crepúsculo, entre los jardines, la orilla, las retamas, Caldereta era otra de nuestras diversiones vespertinas. Ocultos en variados e imaginativos escondrijos, preparados para correr sin ser vistos en el momento oportuno, oíamos la voz que desgarraba (ahora, en el recuerdo, mágica) la tarde: “Calderetaaaaa al puestoooooo”.  En el muelle, a la luz de las farolas, necesitaba de especial agilidad y rapidez la tentadilla, entre las barandas de hierro que se salvaban de un salto apoyándose con una mano para correr tras los otros hasta conseguir tocarlos: “¡Tú la llevas!”.


Puerto de Huelva

En la Plaza, sentados a caballo en los bancos Art Noveau de hierro fundido, probábamos nuestra puntería arrojando un palito que debíamos colar por los distintos boquetes del asiento. Introducirlo en el más grande valía diez puntos, veinte en el mediano, cincuenta en el más pequeño.

Jugábamos a los bombos (así llamábamos a las canicas), entre otras ocasiones, en el recreo o al salir de la escuela, en la acera, practicando en medio de dos losas un cuelo, que era un hoyo (otros lo llamaban gua) donde se debía meter la bola y, lanzándola desde aquel, darle a la del contrincante uno, dos, tres topes, con lo que se ganaba, si se jugaba “a la verdad”, una canica; si “a la mentira”, el honor de la victoria. Había esferas de barro pintado, las más comunes, que se debían pulir frotándolas haciendo círculos contra el suelo con la ayuda de un ladrillo; estaban las de cristal, preciosidades irisadas; las teníamos de hueso, de china, de acero (extraídas de cojinetes o rodamientos).

Al dispararlas impulsadas por los dedos índice y pulgar, atravesaban con más o menos dificultad el accidentado terreno de arena arrugada, quedando, al fin, ocultas en un hondón o esplendorosamente visibles arriba de una cresta, ofreciendo un fácil blanco al adversario. El butre era la de uso habitual, la que mejor se adaptaba al jugador, arma infalible en las manos de un experto. El agujero podía improvisarse aquí o allá, en cualquier suelo susceptible. A veces se los encontraba hechos. Y era un craso error usarlos. Podían ser cuelos ladrones, con fondo trucado y un laberinto bajo ellos que conducía los bolinches a pequeñas criptas fuera del alcance del que no estuviera en el secreto.

La billarda, una especie de béisbol nuestro, se practicaba con dos palos, uno grande y otro pequeño afilado por los dos extremos, que da nombre al juego. Con el mayor se golpeaba el más chico por una de las puntas, este se elevaba en el aire dando volteretas y ahí se le volvía a atizar para mandarlo lo más lejos posible. Al jugar sobre arena, blanda, era necesaria una habilidad especial para hacer brincar la billarda o se usaba una variante un poco tramposa: ponerla atravesada sobre un hoyo e impulsarla desde abajo con la vara larga.

Construíamos pandorgas con papel de seda de colores, cañas, engrudo, telas viejas y guita. El engrudo se hacía mezclando harina y agua y servía para pegar el papel al armazón poligonal (rombo, hexágono, octógono…), a uno de cuyos vértices se amarraba la cola hecha de moñitos de trapo y cuya longitud la decidía el comportamiento del ingenio: si no se levantaba de tierra, si tendía a caer, sobraba cola; faltaba si cabeceaba loca e igualmente acababa cayendo. Los días de brisa, de un viento suave, eran los ideales para volarlas. En parajes alejados de tendidos eléctricos donde pudieran enredarse, junto al pozo de Mackay o en el Quinto Alto.

Uno la agarraba a la altura de su cabeza, otro corría en dirección contraria llevando el hilo; el primero, la soltaba y, si todo salía bien, se elevaba en el aire, alto, alto, cada vez más alto, por encima de los molinos de viento, del depósito del agua de los ingleses, por encima de la Torre, por encima del campanario. Y subía y subía hasta que se nos acababa la guita y había que recaudar unas cuantas perras gordas e ir corriendo a Las Delicias, la ferretería de la Calle Ancha, y comprar otro rollo de cuerda que nos permitiera mandarla aún más arriba. Mirándola, orgullosos, triunfantes, volar allí en lo alto tan lejana, ensoñábamos los imaginarios lugares de maravilla que se alcanzarían a ver desde ella y le enviábamos mensajes, un trozo de papel con un ojal que cabalgaba en el bramante, por el que ascendía tal un funicular.

Como escribí en mi libro ‘Maldevo’: “Arriba, allí en lo alto, / una cometa. / Un corazón / de papel / asciende por el hilo / atravesando el aire / y se pega a las cañas. / De pronto, una tijera / multiplica hasta yo no sé donde la distancia. / El cielo de la tarde / se queda solitario. / Y el corazón se va lejos / volando”.

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