Fernando Gracia. Hace ocho años la sociedad noruega se estremeció cuando un tipo perpetró dos atentados seguidos, el primero en Oslo para que sirviera de distracción de cara al siguiente, que consumó en la isla de Utoya, muy cercana a la capital.
No quiero decir que el resto del mundo no resultara impresionado por la barbarie del atentado, en el que murieron más de setenta personas casi todas adolescentes, sino que aún resultaba más inaudito que el hecho ocurriera en un lugar aparentemente tan tranquilo como es Noruega. Era evidente que para los noruegos representaba un tremendo shock, al no estar tristemente “acostumbrados”, como lo pueden estar en otras latitudes.
El director Erik Poppe, del que no recuerdo más estreno en España que ‘La decisión del rey’, aborda el relato de lo que pasó aquel 22 de julio centrándose en la figura de una muchacha, a la cual sigue con la cámara mediante un solo plano secuencia de casi ochenta minutos, o sea la duración entera de la película y un poco más de lo que cuentan las crónicas duró el ataque del ultraderechista.
Ese virtuosismo técnico constituye el mayor valor de la película, aunque para el espectador puede resultar en algunos momentos algo incómodo, sobre todo cuando la cámara se muestra nerviosa, algo por otra parte comprensible dada la naturaleza de lo que allí se narra.
Y lo que se narra, al ser ya conocido a priori por el espectador, es lisa y llanamente una historia de terror. Pero de terror de los de verdad, no el logrado a base de monstruos, bichos raros, apariciones o demás hechos sobrenaturales. El terror que se siente ante un hecho como aquel, del cual la mayoría de involuntarios protagonistas apenas tuvo clara noticia de qué consistía en realidad.
No es, por tanto, un documental al uso, ya que si fuera así veríamos diferentes puntos de acción, y no es el caso en ‘Utoya. 22 de Julio’, ya que lo que pretende –y consigue- el director es que nos pongamos en la piel de la chica y suframos como ella.
Los personajes retratados no son el reflejo exacto de los que allí estaban, sino una ficción en la que se mezclan diferentes vivencias recogidas entre los que sobrevivieron. Se incluye incluso alguna secuencia de distensión en medio de la tragedia, que ayuda al espectador a descansar algo en medio de tanta tensión.
Una película singular, nada cómoda de ver, que tiene en su forma de contarla su mejor valor cinematográfico. Ahora bien, para pasar un buen rato no es. Y más cuando sabemos que, desgraciadamente, lo que se cuenta ocurrió en realidad.
Unas notas finales informan al espectador sobre el autor y su situación procesal. Como para salir aún más cabreados.