Juan Carlos Jara. La moderna costumbre de presumir de moderno y de ejercer como progre de las nimiedades nos está mostrando escenas para el recuerdo a las que resulta difícil encontrar un calificativo adecuado. Estoy totalmente de acuerdo con el progreso, aunque no siempre con quienes se adueñan de ese término para hacer y deshacer a su antojo e intentar ganarse, a costa de crear división, a los más radicales de nuestra sociedad.
No soy sospechoso, y a mis escritos me remito, de no creer profundamente que nuestra sociedad y el sistema político –o, quizás más exactamente, la mayoría de la clase política que nos dirige- necesitan una regeneración urgente que alivie injusticias y tensiones y devuelva al ciudadano a un lugar más lógico y acorde con el protagonismo que debe tener como administrado y verdadero depositario de la soberanía nacional. Pero de ahí a presenciar con buenos ojos y dar mi aprobación a ridículos episodios que estamos viviendo últimamente en nuestro país, va todo un abismo.
Una sociedad laica y un gobierno laico no se definen por disfrazar de no religioso acontecimientos de marcado e indudable carácter sagrado. Presumir de laicismo y apuntarse a todas las festividades cristianas o de cualquier otra confesión no parece lo más congruente para unos gobernantes que se han ganado el favor del pueblo gracias a su discurso y a sus intenciones de cambiar muchas de las demasiadas cosas mejorables que rodean a nuestra sociedad actual. Si no compartes el credo de un colectivo, ¿por qué te apuntas a sus fiestas mientras huyes de sus obligaciones y sacrificios y los criticas?
Si de verdad hay dirigentes convencidos de que una administración pública no debe amparar ni impulsar una actividad de marcados carácter y origen religiosos, destrozar la misma convirtiéndola en un ridículo evento en el que se combinan de forma patética el laicismo y el credo no es nada consecuente con su pensamiento. Si apuestas firmemente y sin excusas por la independencia entre administración y religión debes tener la valentía de separarte de todo aquello que tiene carácter religioso y no limitarte a unirte, transformándolas ridículamente a tu antojo, a todas las actividades surgidas de la fe de las personas. Eso, guste o no, solo sirve para desunir y crear malestar entre quienes sí compartimos esas tradiciones y creencias.