Ramón Llanes. En la fugacidad del tiempo los hombres trazamos caminos y hacemos amistades, atamos cabos cuando nos aprieta la necesidad, corremos lo justo para llegar a la meta más cercana y sondeamos el acuífero más abundante contando con que la distancia sea la propicia para nuestras fuerzas. El sentimiento va contando en cada paso, aunque las maniobras sean producto de la inercia o del trabajo, los hombres somos seres de costumbres y pocas veces llegamos sin pasión a una tarea, luego le vamos añadiendo ingredientes de sensibilidad hasta convertir el menester de turno en una alegoría a la emoción o en una emoción misma.
Al cabo de la calle nos implicamos lo suficiente en la vida, nos empeñamos en hacerla a nuestro gusto y en cambiar los nombres de las cosas, el carácter de los amigos, las angustias naturales; pensamos que somos el centro de un universo que solo existe en nuestro ombligo, tiramos por la borda del descuido muchos de nuestros desaciertos y siempre creemos que los errores no están en nuestro diccionario sino en el de los demás. Somos un cúmulo de músculos, sentimientos, malhumor, buenhumor, huesos, sensaciones y miedos; andamos por el carril de otros y pisamos el césped cuando nos viene en gana. La parte de freno, la culpa adquirida, los pies descalzos, la próxima aventura, todo un complejo engranaje de fuerzas que se desenvuelven en un amoroso estado de nervios para partir a esa infinita y sugestiva manera de convertirnos en parte de una colectividad de amor a donde siempre llegamos antes de la hora.
Nuestras alegorías no tienen resumen, siempre finaliza la existencia sin haberse cumplido todos los deseos pero nada echamos en la caja ni en la despedida contamos los fracasos, solo está permitido ensalzar la bondad y acumular elogios. El cuadro de cualquiera de los hombres está pintado de colores, la vida está superpuesta entre la penalidad y el gozo, la llegada a la eternidad viene garantizada de origen y nuestro cuento no tiene moraleja.