Ramón Llanes. Nos ha llegado la hora única, un tiempo esperado con largas ansiedades que luego serán mucho menos de lo pensado y la paz paccionada en mundos y conciencias dejará otro rasguño en la baba caída de nuestra ingenuidad. Han sobrado deseos, la observación de los humanos extiende una culpa rancia a los dioses que han de llegar, a los reyes magos que nunca vinieron a la sonrisa de la paz más convertida en dolor y hambruna que en rumor de empuje.
Quizá que no hemos llegado a la paz con las manos mejor dispuestas o quizá que todo fuera un trance obligado de mentirijillas inventado por sabios de marketing para ordenar un poco el malestar y enfocarlo todo a una sola conspiración; para dejar de pensar que faltaremos muchos a la cena, que faltarán agallas para desentumecer los odios, que escasearán las ternuras en las mesas y que pocos podrán brindar con el champán de la tolerancia, la buena voluntad y la verdad. Verán árboles adornados, belenes barrocos, estrellas de colores y zambombas ruidosas, mientras esa doble ración de arrumacos universales esperará hundida en la intratable manera de no saber hacer ni sabernos vivir ni enterarnos del mensaje.
A punto del último desliz de satisfacción personal, con almirez en la mano, seguirán sonando bombas funestas por las megafonías del mundo, las pulsaciones aceleradas en cárceles y hospitales y el rumiar felicidades de muchos en contenedores profundos para llevarse a la boca algo menos maravilloso que una cena caliente en compañía de los seres queridos pero más imprescindible que el brindis final seguido del abrazo.
No se notará la fatalidad en la mesa y sobrarán vítores y alimentos porque estos faltarán en la paz de quienes no podrán acudir al convite a recibir viandas con paz en noches con menos honor y más recuerdos. Y volverá a ser la misma paz transversal de siempre sin el color natural de la solidaridad en los postres.