José Luis Rúa. El interesante y atractivo mundo de la pintura, ha sido y es uno de puntales culturales de la ciudad fronteriza. Tanto para los nativos como para los visitantes, sentirse atraídos por una exposición en alguna de las salas de la ciudad es algo normal.
Galería Passage o la Casa Grande, incluso alguna de las cafeterías, suelen ofrecer exposiciones de manera continuada, pudiendo uno recrearse en los diversos estilos, técnicas o formatos. Nombres de prestigio o pinceles jóvenes se muestran con la ilusión de la primera vez.
Y en estas fechas de buen tiempo, donde la luz de Sorolla inspira a muchos de los autores ayamontinos, o cuando esta estación primaveral repleta de mil colores, busca cobijo en los lienzos que se muestran en blanco tanto en estudios como en plena naturaleza.
Es cuando nos dejamos llevar por anuncios o chivatazos, para poder disfrutar del horneado de trabajos que en pocas fechas colgaran de alguna exposición individual o colectiva, en nuestra ciudad o en cualquier otra, para venderse o sencillamente para hacer una obra de caridad a beneficio de alguien o a favor tan solo del espectador, esa opinión que muchas veces determina futuras composiciones.
Y así es como atraído por una invitación silenciosa, nos enteramos de las gestiones del próximo “Paseo por el Arte”, de las inquietudes de los talleres de pintura, de próximas exposiciones o de una reunión para captar la belleza de los rincones naturales de Ayamonte.
Componentes del taller “ El rellano”, del Ateneo Ayamontino y pinceles de un enorme prestigio se han reunido en una huerta desconocida para la inmensa mayoría de los mortales y han trasladado al lienzo a ritmo de atardecer, lo mejor que la naturaleza ofrece en semejante territorio. Los pinceles de Ángel Guerrero, de los ateneístas, Manolo Rodríguez, Rosa Cabalga, Rosa Gómez o Mari Carmen Arroyo y del taller “El rellano”, Fátima Concepción o Emilia Rasco.
Una huerta que mantiene vestigios de no se sabe cuántos siglos atrás. Que sus propietarios han respetado, como no queriendo herir la historia y dejar que futuras generaciones algún día puedan apreciarlo. Que cerrando los ojos, uno se siente transportado en el tiempo, con esos sonidos del agua, los frutales rompiéndose por el peso de su fecundidad, los aromas tan variados por tanta presencia de plantas, los claroscuros del atardecer y el paso del tiempo definido en las construcciones que envejecen como todo ser vivo.
Una experiencia que se repite cada vez que los pintores convierten el campo en estudio improvisado, cada vez que la libertad de ese estudio se transforma en obras sobre lienzos que luego colgaran de las más diversas paredes. El arte de la ciudad de la luz robada por instantes con la mejor de las intenciones. Magnifica manera de perderse del tiempo en el que vivimos y de esconderse de todo aquello que no nos gusta para provocar una expresión de admiración.