Juan Carlos Jara. Mi infancia, al contrario que la de Machado, no alberga recuerdos de un patio de Sevilla. No crecí cerca de la Torre del Oro, aunque al no vivir a una distancia excesiva de la capital hispalense sí disfruté algunos esporádicos sábados de paseo por sus calles, de la mano de mis progenitores y al cobijo de aquellas instalaciones de El Corte Inglés que tan fabulosas nos parecían bajo esa particular visión cateta de la que personalmente nunca me he avergonzado.
Mi niñez, sin embargo, sí construyó escenas imborrables de tardes en La Rábida, mientras mis padres me esperaban bajo los pinos y ante la columna que preside la hermosa Avenida de los Descubridores que inaugurase el Rey Juan Carlos en 1981. Corretear entre los escudos y recorrer caminos tras el monasterio era, para mí y muchos de mi generación, una manera habitual de pasar una tarde de fin de semana en un tiempo en el que aquella televisión de los dos canales nos ofrecía plácidas pausas que hoy apenas permite la cambiante tecnología que invade las manos de nuestros hijos.
La Rábida de finales de los setenta y principios de los ochenta era un verdadero punto de encuentro con un encanto especial que hoy no es posible localizar. Un lugar tan importante para nuestra provincia se ha convertido, quizás por el descuido y el abandono que ha presentado durante muchos años, en un espacio sin alma. El esfuerzo que últimamente está realizando la Diputación Provincial para sanear este histórico rincón está ofreciendo un fruto inmediato, y aún dará más, en el aspecto estético, pero difícilmente recuperará esa alma ahora perdida y labrada antes durante lustros. Aquel tiempo previo al V Centenario, con políticos comprometidos y más de una visita ilustre, propició un lugar casi mágico que lucía espectacularmente engalanado en las fechas más señaladas. Aún puedo recordar, dibujando una leve sonrisa que me trae aquella inocencia de la niñez, los paseos entre escudos mientras disfrutaba contemplando las banderas que, tras ellos, ofrecían un hueco para cada nación de Iberoamérica justo en el punto de partida de la aventura del Descubrimiento.
La nueva época de La Rábida, la que nos espera tras el fin de su restauración y que quizás pudiera llevar unida la declaración como Patrimonio de la Humanidad, necesita el impulso de todos. Un mantenimiento adecuado y la puesta en marcha de actividades de dinamización por parte de las instituciones y asociaciones implicadas podrían suponer el inicio de una nueva época más acorde con la importancia del lugar, abriéndole de nuevo el hueco que se merece en el corazón y en la agenda del relax de todos los onubenses.