José Manuel Alfaro/ Sección de ficción ‘Cuaderno de Muleman’. Si definimos locura como una privación del juicio o del uso de la razón, una especie de demencia, enajenación, alienación, vesania, insania, trastorno, desequilibrio, chaladura, loquera o ñamería. Un estado todo lo contrario, a la cordura, la sensatez, la lucidez o la prudencia.
Se podría afirmar que lo que se vivió en esa localidad del Andévalo fue un despropósito donde por unos minutos el disparate, el desacierto, la insensatez, el desatino, un delirio irrefrenable y todo aderezado con una imprudencia y una pasión ilimitada, es lo que se podría definir en este caso de estudio, como un estado de locura temporal.
Hay muchas situaciones en la vida de los pueblos en los que se puede alcanzar este estado, ver como los colegios se van quedando sin niños y niñas, la ausencia de tráfico, un clima de silencio infernal, la despoblación de lugares donde sentarse a tomar un café o simplemente comprar el pan. Una situación que no mejora ni cuando las empresas de reparto de paquetería colonizan aceras y calles imposibles repartiendo miserias, mientras va sorteando los jabalíes que se cruzan por la carretera en busca de algo de comida en alguno de los contenedores repletos de la basura acumulada durante días.
Pero lo que ocurrió ese día, en ese pueblo con el nombre con más caracteres de la provincia no tiene nombre. La gente de ese lugar está acostumbrado a la soledad, a la ausencia de una conexión por cable decente, a las caídas injustificadas de una red móvil deficitaria con más sombras de cobertura que luces. Por eso cuando el apagón eléctrico se produjo en plena hora punta de la mañana del sábado, cuando los pocos negocios que quedan en el pueblo se quedaron sin energía eléctrica y la multitud dejo de escuchar la radio del carnicero, la cafetera del único bar que pone tostadas decentes a los lugareños y turistas que se acercan los fines de semana, la locura se apodero de una parte del pueblo.
El ser humano no es tan racional como parece, de hecho, la sinrazón administra la mayor parte de su tiempo y solo cuando un rayo de luz, en este caso un rayo eléctrico lo golpea, reacciona y sucumbe a la locura. Volverse loco no es el problema, todo el mundo está a camino entre la cordura y la locura durante todo el día, lo mismo estamos arriba coronado por las nubes, que lo mismo buscamos el miedo junto a las lombrices del subsuelo.
Somos pavos reales a mediodía y avestruces después de comer, no somos nada antes de cenar, pero abrazamos la calma a las once de la noche tendido en el silencio del sofá.
Así que cuando la energía eléctrica dejo de fluir por los cables de las aceras hasta las casas, los bares y las tiendas y el pueblo se hizo silencio y empezaron a escucharse el canto de las cigüeñas del campanario, los chillidos de las golondrinas romper el aire con su vuelo avizor, el ladrido del perro atado en la cancela del baldío de abajo, la locura se apodero del pueblo y comenzó la revolución que hay bajo el móvil sin conexión, el no saber qué hacer, el pensar y descubrir que hay vida más allá de un corte de suministro eléctrico de treinta minutos.
No sé si llamarlo locura, pero lo que se vivió en ese momento de desconexión en el que nadie sabía lo que hacer, en el que la gente descubrió la soledad en la que vive, el no saber qué hacer, el desvincularse de lo mundano, fue un acto de revolución único, en el pueblo de la provincia con mayor número de caracteres en su nombre.