José Manuel Alfaro//Sección de ficción Cuaderno de Muleman. La artesanía de esta localidad del Andévalo está de enhorabuena, en unos tiempos donde el carnaval
parece haberse instalado en la provincia y en el mundo durante todo el año. Convirtiéndose así en una fiesta de referencia no solo en aquellos lugares en los que estaba consolidado, sino en otros en los que ya se empieza a denominar a este arte del disfraz y la transfiguración exterior e interior, como del octavo arte, disputándose este puesto incluso con la mismísima fotografía y seguido a gran distancia por disciplinas como el cómic, el diseño gráfico, la televisión, la publicidad, los videojuegos, los tatuajes o el origami.
Parecer lo que uno no es, aparentar, dejarse llevar por el ropaje, sentirse otra persona, liberarse, convertirse durante un tiempo en algo que siempre hemos querido ser, como una rata, un pescado resbaladizo, una serpiente de cascabel capaz de morder con su veneno asesino a nuestro vecino, ser un por rato un guepardo capaz de correr desnudo sin ser atrapado por una playa repleta de gente. Cumplir el sueño de ser luna, planeta o asteroide que está apunto de impactar contra la tierra o porque no, glóbulo rojo o plaqueta sin destino alguno en el torrente sanguíneo porque no hay nada como un buen disfraz de neurona para sacar lo mejor de nosotros mismos.
Son tiempos en los que el carnaval se consolida como espectáculo desde la Casa Blanca hasta Pekín, pasando por Bruselas, Budapest o Moscú. Y todo gracias a una nueva revolución industrial del disfraz impulsada desde Santa Bárbara que convertirá a esta provincia en la capital internacional del traje de carnaval del mundo y de cuyos talleres saldrán no solo los mejores disfraces para las más importantes chirigotas y coros, sino también para los más espectaculares carnavales 
del mundo que llevarán el sello Made in la Provincia, Made in Santa Bárbara y que hará posible que veamos disfraces de impresentables presidentes de superpotencias nucleares que parecen macarras de barrio, jefes de gobierno ultra conservadores exhibiendo músculo y sudando testosterona, dictadores jugando a la ruleta rusa, reyes amaestrando leones que luego sacrificarán o futbolistas jugando a ser dioses.
El carnaval se ha convertido en un modo de vida y nosotros nos hemos convertido en sus esclavos. Ya no sabemos cuándo llevan puesto el traje o cuando están maquillados. Hombres y mujeres disfrazados que han perdido el valor de diplomacia y el saber estar. Tampoco reconocen la razón de ser de cada espacio porque actúan, hablan y piensa en voz alta como si estuviéramos solos, como si no les importasen las consecuencias de su verborrea y chulería. Vivimos en un carnaval permanente y todo gracias a Santa Bárbara al poliéster de sus trajes, a la purpurina, el pegamento y la pintura acrílica que cubre cada centímetro cuadrado de sus trajes. Un carnaval sin reglas, en el que todo vale y el que se hace difícil diferenciar entre quienes van o no disfrazados. Pero eso es fácil, solo tenemos que mirar en la etiqueta de su ropa y en la de las personas que los acompañan y así sabremos si estamos ante un impostor, un loco peligroso, un domador de fieras sin escrúpulos o un vidente de este artificio de carnaval adulterado o frente a un amante puro de carnaval, de esos que disfrutan de esta fiesta de la libertad, la tolerancia y la igualdad de la que se nutre el carnaval de verdad.
