Alejandro Bellido. El domingo pasado fui al Festival de Cine Iberoamericano después de mucho tiempo. La última vez que asistí fue con el colegio; recuerdo que vimos El gigante de hierro, una película de 1999, según me confirma FilmAffinity. 6 años tenía. Así que me hacía mucha ilusión volver a esta maravilla de festival, del que los onubenses debemos sentirnos muy orgullosos. Espero volver pronto porque las sensaciones que tuve fueron buenísimas.
Lo que me llevó a romper esa mala costumbre fue las ganas de ver Carroña, el nuevo cortometraje del onubense Elías Pérez (San Juan del Puerto, 1988). Comentaba hace algunas semanas en este medio que quedé impresionado por el descubrimiento de este director de cine, con el que me topé, de casualidad, una noche tonta mientras buscaba algo que me entretuviese en Filmin. De aquella búsqueda me llevé una experiencia impagable. Pude disfrutar de dos cortometrajes tan interesantes como distintos: El prenauta y Se van sus naves. Poco después descubrí que estas dos piezas formaban parte de un tríptico: la Trilogía del Agua. Y Carroña venía a ser la última pieza. Así que tenía muchas ganas de aprovechar la oportunidad que me ofrecía el Festival de Cine Iberoamericano para hincarle el diente.
Adelantaré que la pieza es un broche de oro, la guinda del pastel. Aunque una guinda nada complaciente. Después de ver este cortometraje me queda claro que Elías es un artista. Un tipo que cuando empieza a redactar un guion, ya sea consciente o inconscientemente, tiene en la cabeza una máxima: no repetirse, retarse a sí mismo y no complacer a nadie. O sea: arriesgarse. Sin riesgo no hay arte, lo tengo claro. Lo demás es artesanía: la pieza consabida que cumple su función y de la que te olvidas al instante. En lugar de seguir la línea, tan fecunda y productiva, de Se van sus naves, una película de estética costumbrista que hablaba de la emigración, me encuentro con algo radicalmente opuesto: una película surrealista y onírica, protagonizada por un empresario que tras sufrir una huelga de sus trabajadores se percata de que no tiene agua para aliviar la sed.
A partir de aquí, de este momento inicial en la película, veremos al empresario —interpretado magníficamente por Vicente Vergara— correr desesperado al baño en busca de agua: abre los grifos, y cuando está a punto de conseguirlo, cuando está a punto de saciar la sed, al acercar la boca para beber, el agua de repente se retira. Y acaba viéndose, como en una pesadilla, rodeado de un paisaje árido, un yermo vastísimo con un cielo brumoso, espeso, que no deja pasar ni un ínfimo rayo de sol. Un paisaje infinito, sofocante, sin una gota de agua, que recuerda a aquellos paisajes de Dalí o Edgar Ende. Aunque, sobre todo, recuerda al infierno; y el empresario, a Tántalo, aquel rey frigio condenado por los dioses a habitar el infierno. ¿Su castigo? Por sus pecados, lo condenaron a morir de hambre y sed con esa crueldad de la que hacían gala los dioses del panteón griego: Tántalo pasaría sus días junto a un árbol cargado de fruta y sumergido en un estanque; pero cuando acercara la boca o la mano, los frutos y el agua retrocederían, haciéndole imposible calmar su sed y su hambre.
Lo que Elías nos propone aquí es, por tanto, la historia de un Tántalo moderno que tras hacer el mal durante toda su vida, ocupado, como aquel rey de la mitología, en seguir acumulando más y más riquezas, sufrió su castigo: verse privado del agua. Verse privado de lo más elemental.
Mientras el protagonista recorre ese gigantesco páramo en busca de agua, vamos comprendiendo cuáles han sido sus pecados, qué le ha llevado a verse así, privado de lo más esencial. En uno de los momentos más emocionantes de la cinta, surge una mujer que acuna al bebé que lleva entre sus brazos con una canción: “La nana del caballo grande”
Esa escena, tan parecida a un sueño, con ese extraño paisaje y la madre que surge para sorprender al protagonista, me llevó irremediablemente a una de 8 ½ de Fellini. Me pareció de verdad emocionante, y en ese extracto pude volver a confirmar lo interesante que es este director, Elías Pérez. Aquí, en este momento, vemos a nuestro protagonista extender la mano hacia esa mujer que está dándole el pecho a su hijo. Y no entendemos nada. ¿Por qué extiende las manos hacia la mujer? ¿Qué le lleva a ese gesto? Y entonces surgen las imágenes, imágenes del pasado: vemos a una anciana firmando unos papeles mientras Diego asiente, tranquilizador; luego le vemos colgar un cartel de “se vende” en un piso y, más tarde, en lo que parece una residencia de ancianos, le vemos extender su mano para despedir a la señora que firmaba. Y acto seguido, la cámara de Elías nos lleva del pasado al presente, y vemos de nuevo a nuestro personaje hacer ese mismo gesto, extender su mano; pero ahora es para agarrar, para atrapar aquello que, como el agua, retrocede. No quiero contar mucho más de la película. Solo diré que el cierre de la misma es otra referencia más, otro detalle que demuestra que Elías no deja un fotograma al azar. Que cuando posa la cámara sobre alguna cosa, es porque aquello tiene que estar ahí; porque es esencial. Todo lo que contenía la escena de la madre es una sinécdoque de toda la película de Carroña, de la voluntad de hacer una película sintética, con los elementos precisos. La escena final nos conecta con el título y es una estampa que bien podría ser un cuadro o, mejor dicho, una fotografía. Aquella célebre instantánea en la que un niño desnutrido agonizaba, mientras un buitre, paciente, esperaba el momento exacto de la muerte para alimentarse de la carroña. Porque al final, si nos falta el agua, lo esencial, la compañía de una madre, el cariño de un amigo, el amor, en definitiva, no somos nada. Muertos en vida, carroña que la muerte borrará de un plumazo. Aunque muchos no se den cuenta. Y Elías ha conseguido plasmar esto, como decía Keats, con verdad, o sea, con belleza.