Félix Morales Prado. En los años sesenta del siglo pasado, nos reuníamos, bailábamos y ligaba quien era capaz mientras tomábamos un mejunje, la sangría, hecho con vino tinto, casera, melocotones y algún otro ingrediente secreto un poco más fuerte que podía añadir el anfitrión o una mano oculta, en fiestas que se organizaban en la casa de algún miembro de la pandilla y que se llamaban guateques. Eso era lo suyo. Pero también había otros lugares de esparcimiento que se nos fueron haciendo más habituales con el transcurrir de la década y el incremento de nuestra edad. Aparte de para ir a solazarnos, servían para que el cura nutriera con ellos sus sermones, exponiéndolos como seguras puertas del infierno, abismos de pecado, centros de perdición.
El más viejo del que tengo noticia y, por crío, no conocí, era el Chachapoga, que resuena en mis oídos a través de las alusiones de los mayores y a través de ellas imagino ambientado con farolillos de papel y por orquesta antigua a ritmo de pasodoble y chachachá.
Serían Riasol y Calypso, no sé si San Nicolás, los primeros objetivos de las filípicas del sacerdote durante mi infancia y adolescencia.
En uno, que las muy católicas señoras evitaban nombrar, hotel situado entre pinos en un chalé de la zona de la Vieja Guardia, regentado por una pareja de ingleses, se organizaban por las noches veladas con música en el insinuante jardín en penumbra, con la iluminación algo menos que justa de bombillas de colores calculadamente escasas y estratégicamente situadas en el ramaje, muy apropiadas para la intimidad de quienes procuraban “el momento más oscuro” arrastrando los pies al ritmo de Armando Manzanero. A estos saraos se asistía más o menos clandestinamente o casi. Recuerdo que ahí, a Riasol, me enviaron a llevar un somier el verano que trabajé en Rimba, la tienda. Me recibieron en el bar del establecimiento el dueño y su esposa, que hablaban un español con acento inglés. A modo de propina, el caballero me ofreció un cigarrillo. “Gracias. No fumo”, le dije. “Tómate una cerveza”, propuso entonces. “No, señor. No bebo”. Esbozó un gesto de extrañeza, me llevó aparte, miró de soslayo a la señora para asegurarse de que no miraba y me dijo con sorna haciendo el gesto inconfundible de quien esquía: “¿Tampoco…?”.
El segundo, a orillas del mar, de bar de playa diurno se convertía, con la llegada de Nicte, en imán para Odiseos buscadores del vino de los labios y el lecho de la hija de Atlas. Eso venía a sugerir más o menos sibilinamente, y con palabras menos mitológicas, don Sebastián. En realidad, no era tan divertido, sino tan sólo un inocente local en el que resonaban para la danza los compases de “Mari Carmen”, del Dúo Dinámico, “24.000 baci”, de Adriano Celentano o “Flamenco”, de Los Brincos. Pero se diría que las monsergas del párroco le echaron una maldición al sitio, pues un invierno un vendaval lo arrasó, castigo divino, y Calypso fue destruido por las olas.
Más reciente, moderno, pop, sin complejos, fue el Lady Godiva, discoteca que introdujo en Punta la luz estroboscópica que, combinada con los aturdidores Rolling Stones o Iron Butterfly o los melosos Procol Harum o Aphrodite’s Child y un cubata o un Cointreau con piña, ayudaba a exaltar nuestros sentidos, completamente dispuestos a ser exaltados en aquella España aún un poco mojigata. Fue aproximadamente por esas épocas, con el twist y después con otros tripudios sin demasiadas reglas, cuando se establecieron las dos maneras fundamentales de bailar, agarrados o sueltos (dejo aparte las sevillanas, impropias del ambiente, o el viejo charlestón, ajeno a nuestros tiempos y que, como el rock and roll, era una mezcla de las dos cosas. Del minué, por supuesto, ni hablamos). Hasta tal punto se constituyeron en las dos grandes categorías, que años más tarde hasta hubo una canción que explicaba que “Bailar pegados es bailar / igual que baila el mar / con los delfines”. Nunca entendí muy bien esa definición.
He citado antes, de pasada, al San Nicolás, un bar de playa vecino de Terramar. En realidad lo que había allí era una máquina de discos, Juke Box las llamaban los yanquis, en la que sonaban canciones de Los Bravos, “Bring a little lovin”, de los Beach Boys o de los Monkeys. Además de mover el esqueleto, pedíamos algo de beber en la barra y jugábamos en una vieja bolera, de las antiguas, de aquellas en las que había que poner los bolos de madera en pie después de cada tiro. No era, por tanto, un lugar de bailes como tal o yo no lo conocí así; pero creo que el hijo del dueño, que marchó a Suecia, a su vuelta montó una discoteca por la zona de Everluz. Y esa sí era una discoteca de verdad, como el Lady Godiva. Se llamaba “Nichol’s”. Y, dado que posiblemente el hombre sabría muy bien cómo se las gastaban los biempensantes y la clase clerical, en las octavillas que distribuyó para hacerle publicidad a la inauguración, puso al pie: “Malo es quien mal piensa”, Confucio.