Félix Morales Prado. “En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba…”. Así comienza Marcel Proust el conocido fragmento de ‘En busca del tiempo perdido’ que narra la forma en que el sabor de un bizcocho actúa en él como un túnel del tiempo que lo hace revivir experiencias de su niñez. De ese fenómeno, sin haber leído al autor francés, puede dar testimonio mucha gente. Y no sólo en cuanto a los sabores. También, y tal vez sobre todo, los olores actúan como detonantes de la memoria, como elementos evocadores. A la vez que son objeto de evocaciones, trampolines del recuerdo. ¿O acaso aquella emanación dulzona, sofocante (y, a veces, llego a creer que psicotrópica) de adelfas que venía de los jardines al transitar por las calles del Cerrito o de la Canaleta durante las siestas de verano, no formaba parte del paisaje? ¿Y el aroma sutil de la flor de la retama en los meses de febrero y marzo no integraba también el bosquecillo desaparecido al que daba nombre el del arbusto? ¿Y el perfume a romero en el campo, ese romero que íbamos a buscar en navidad para el belén? ¿Y el de la resina de los pinos? ¿No eran todas y cada una de estas esencias parte de su entorno hasta el punto de que sin ellas habrían sido otro? Los efluvios remotos de las siemprevivas, de los helicrisos, con reminiscencias de heno y curry, que impregnaban los atardeceres de verano y que confundí durante años con los de la pinocha o marabuja, están estrechamente asociados a mis juegos épicos entre las dunas y el boscaje.
El bálsamo mentolado que bañaba el aire bajo los viejos y gigantescos eucaliptos desperdigados por el pueblo, ya junto a Villa Aurora, frente a la fábrica de gaseosas, ya al lado de la casa de Valbuena, en la ría, reconstruye, vuelve a traer a mi magín, aquella antigua Calle Ancha con piso de arena o aquella ría en la que, tumbado en la orilla alfombrada de hojas, respiraba esa atmósfera calmante con el contrapunto del olor a fango y a marisma de la bajamar. En mis paseos por la playa, la maresía adoptaba otros matices con el vaho de algas que portaba el viento foreño o tras los temporales. Se hacía notar el océano, nos avisaba de su presencia, hasta en las tardes del Paseo, en los vapores olientes de camarones, cangrejos, bocas, cañaíllas, ofertados en oblongas canastas por los mariscadores.
Una fragancia de serrín en los alrededores de las carpinterías de ribera, cerca de la Cofradía y del Muelle de los Pescadores, unida a la fuerte y contundente del alquitrán cuando calafateaban los barcos, me devuelve hoy al laberíntico, caótico acúmulo de troncos, tablones y virutas que, junto al agua, rodeaba la laboriosa actividad sosegada y sin pausa de los artesanos, golpear monótono de martillos, chirridos de serruchos. Un ambiente de puerto ribereño antiguo, un clima de aventuras exóticas. Cerca, las tabernas con su tufo a vino barato y a aguardiente acababan de conformar el escenario perfecto para una película de piratas, de contrabandistas o para un cómic de Corto Maltés. A un tiro de piedra, como se dice, estaba el cine. Y en su puerta un quiosco de chucherías en el que el aroma dulzón de los pirulís de cono y del piñonate se mezclaba con el sofocante de la algarroba y el salado de los altramuces. El de melones y sandías en la Plaza de Abastos las mañanas de verano, unido al que llegaba del puesto de los churros envuelto en una vaharada de humo blanco se cambiaba, al llegar a la Plaza de Pérez Pastor, por el de helados de mantecado y tutti-frutti de La Española para fantaseos de la gula infantil.
Al regresar de los guateques, ya tarde, con pensamientos enamorados, y pasar junto a los jardines de los que venían las voces de las conversaciones de los trasnochadores estivales, me envolvía la embriaguez casi tiránica de las damas de noche. También al dormir con la ventana abierta y sumergirme en sueños diseñados por un autor de cuentos fantásticos. Los olfatos de los más noctámbulos, de los que continuaban la juerga en Calypso o Lady Godiva, se topaban, junto a las panaderías del Río o del Campo, con el pan caliente recién hecho.
Y cuando se acababa el verano y llegaba esa melancolía producida por los últimos bailes casi desiertos ya, por el alejamiento del amor de temporada con promesas de eternidad, de los amigos, por el vacío de las playas, la soledad sobrevenida y el fin próximo de las vacaciones, a los que ponía fondo musical la trompeta de Roy Etzel, la primera lluvia arrancaba a la arena aquel petricor que evocaba todas las nostalgias y era padre de poetas.