Félix Morales Prado. A principios de los años sesenta del siglo XX Punta Umbría era un lugar muy tranquilo en la temporada invernal, una de las claves de su encanto. Muy tranquilo y quizá muy aburrido para la mayoría. Nada pasaba, ningún acontecimiento interrumpía esa placidez que a algunas sensibilidades resultaba monótona.
Por eso, el rodaje en 1964 de la película «Armas para el Caribe» supuso un revulsivo dentro de la calma y cambió la vida durante unos días. Protagonizada por Lino Ventura y una atractivísima Silva Koscyna, estaba dirigida por Claude Sautet, el realizador francés de “A todo riesgo”, cosa que en aquel momento yo no sabía ni me importaba. Lo único que sabíamos era que un equipo de cine iba a venir a rodar una película. Y eso era todo un acontecimiento. Llegarían actores y actrices guapas, impregnados del glamur de la gran pantalla, y el pueblo se convertiría en un plató en el que se desarrollarían aventuras, escenas de acción, de amor y de suspense. Y se llenaría de la magia que el cine conllevaba. La peli se iba a llamar «Un yate hacia jamaica». Un yate desde luego aparecía, llamado “El Dragoon”. Era parte importante del filme, escenario casi único, varado en el Río Piedras, durante la segunda mitad de la cinta. Posteriormente estuvo atracado en la ría por años. Al final, el título se cambió por el de “Armas para el Caribe”. En francés se llama «L’arme a gauche».
Yo tenía doce años. Cursaba tercero de bachillerato por libre. Estudiaba durante todo el día encerrado en mi casa y recibía clases particulares por las tardes. En aquellas fechas me escapé de mis estudios con bastante frecuencia para irme a ver los rodajes y el ambiente que había por las calles. Recuerdo cómo los chavales hacían sus papeles de extras comiendo naranjas sentados en las barandillas del muelle o transportando unas redes. A mí no me eligieron. Los que no tuvimos la oportunidad de ser actores procurábamos enterarnos de los sitios en los que estaban rodando para ir a mirar o admirábamos a los intérpretes cuando pasaban por las calles o camino de la playa. O nos pasábamos horas delante de la casa de Esperancita, en la Calle Ancha, que era donde se alojaba la Koscyna, esperando que la actriz se dignase darnos una foto suya con autógrafo. Yo la conseguí y aún la guardo por ahí. Se la vio un día a la estrella a la altura del Bar Camarón acompañada de sus colegas, caminando a un paso no del todo estable y cogiendo en alto una gamba por los bigotes. Y es que, al parecer, la vedette se agarraba alguna que otra cogorza notable. A mi padre, el médico, Don Emilio Morales, lo llamaron varias veces para que fuese a verla porque se encontraba muy mal. Alguien con acceso a la casa filtró que las enfermedades que aquejaban a la artista eran unas resacas de tomo y lomo. Un amigo mío que trabajaba en una tienda fue el encargado de llevar provisiones al equipo cuando rodaba en el Caño de la Culata. Lino Ventura lo recogía en su deportivo en la Vieja Guardia, que era el lugar hasta el que llegaba la carretera entonces. Mi amigo aseguraba que el actor tomaba la curva del Calé, una doble curva con fama de muy peligrosa, a 250 km/h. Naturalmente, por mucho que lo repetía, no lo creíamos. Y la discusión que seguía era muy absurda y muy divertida. Este amigo, Quinito, tuvo la suerte de asistir en persona a los rodajes frente a la Flecha del Rompido y de codearse allí con los artistas.
En una ocasión, rodaron una escena nocturna en el Bar Julián. Cerraron la calle a la altura de Trasmonte y del viejo mercado. La escena consistía en que un marinero barbudo y tocado con una gorra entraba borracho en el bar, lleno de extras reclutados entre la gente del pueblo. Cuando salía, aún más borracho, lo acompañaban dos tipos con pintas de malos que lo guiaban hacia el callejón estrecho que había junto al Hotel Emilio. Allí, mientras uno de ellos lo distraía, el otro lo golpeaba con una porra negra. Se desplomaba, lo cargaban y lo llevaban hasta un coche que aparecía por la Calle San Francisco Javier. Ni sé las veces que tuvieron que repetir la escena. La gente, que había acudido a ver el acontecimiento, agolpada al otro lado de las vallas, no se callaba. Todos gritaban. Llamaban y le hacían señas al familiar o amigo figurante que estaba dentro del improvisado plató, disfrazado de cubano, con un sombrero de paja y una guayabera o con su camisa floreada y bailando. Entre los chillidos de unos y las risas de otros, el director estaba desesperado. Intentaba hacerse oír inútilmente con su megáfono: “¡Silence, ça roule!”. Pero nada.
Igual que llegaron, sin mucho alboroto, se fueron un día los comediantes, dejando todo igual que estaba antes de su arribada, silente, solitario, misterioso y bello como sólo Punta Umbría.