
Félix Morales Prado. En aquella Punta Umbría de calles de arena, sin carretera ni, por tanto, coches ni ningún otro vehículo terrestre motorizado, a excepción del Land Rover que apareció algunas veces circulando por la Calle Ancha y congregando tras él a todo un tropel a la carrera de chiquillos como un Flautista de Hamelín, del necesario transporte se encargaban los carros de tracción animal, los caballos y los burros. Los carros, tirados por mulas, porteaban ajuares para las casas, cargamentos de ladrillos, cemento, u otros materiales de obra, como también los burros, aunque en cantidades más pequeñas, que además trasportaban cántaros de agua, barras de hielo, maletas, los equipajes de los veraneantes que llegaban cargados en la canoa a pasar la temporada estival o cualquier bulto que fuese susceptible, más o menos, de ser soportado por los lomos del jumento.
A los burros, de los que había una nutrida recua, aunque se les podía ver en unas cuadras que estaban cerca del muelle de las canoas, sus dueños, Andrés el Porra, Rafael, Miranda, El Carretita, también los dejaban sueltos por el campo, con trabas o sin ellas, para que pastaran. Y entonces era cuando los niños aprovechaban para montarlos y jugar con ellos. Aunque a veces los sufridos asnos toleraban con santa paciencia a los chiquillos, otras no se mostraban tan complacientes y la cosa se convertía en un improvisado rodeo que acababa con el jinete en el suelo en menos de tres respingos de la acémila.
Eran, como digo, abundantes en Punta Umbría, igual que en el resto de la España rural. Hoy están en extinción. Quién sabe si un futuro lejano no le reserva a Platero, “pequeño, peludo, suave”, cuando haya muerto hasta la memoria, la condición de criatura fantástica. Ojalá no.
Los caballos, exceptuando los de las panaderías del Campo y del Río, a los que usaban para el reparto puerta a puerta de teleras, bollos o vienas que llevaban en unos serones de esparto, eran vehículo de algunos vecinos del pueblo en los traslados a los que los obligaban sus profesiones. El Trini, por ejemplo, contratista de obra que tenía uno tordo, lo necesitaría para moverse entre las casas que estaba construyendo.
Mi padre, Don Emilio Morales, el médico, tenía a Lucero, un alazán, para hacer las visitas a domicilio. Recuerdo cómo estando yo acostado, de niño, oía llamar a la puerta principal, que al momento recibía al poseedor de una voz inquieta, alarmada, llorosa, apremiante y después abrirse la entrada de la cocina, la cual daba a un patio previo a la caballeriza. Pronto sonaban el piafar y el pateo del animal y, al momento, el sonido sordo de los cascos en su galope por la arena. Un dolor de cólico, un parto imprevisto, un cuadro de asfixia, una agresión… podían ser las causas por las que sacaban a Don Emilio del sueño, hasta en dos ocasiones en la noche, o interrumpían su comida. En su sacrificada vida de médico de pueblo, Lucero fue para él un compañero al que yo daba la comida y el agua o iba a buscar cuando lo soltaban por el campo para que pastase, lo que, más que un trabajo, para mí era casi un juego.
El médico cabalgando por el pueblo en su caballo rojo se convirtió en una imagen característica de Punta Umbría. Todos lo conocían y saludaban y no era raro que lo parasen para plantearle sus problemas, a los que atendía de buen grado.
El trasiego de caballerías y la ausencia de vehículos motorizados le daba tal aspecto a Punta Umbría que los visitantes llegaban a decir que parecía un pueblo del Far West. Y así era. Si te situabas en la Calle Ancha junto a los bares Camarón y Julián y al paso de los jinetes y los carros, te daba la impresión de encontrarte en un pueblo del oeste, en una película de John Wayne o de Clint Eastwood. Así era Punta Umbría, pueblo de la Frontera o de la ribera del Mississippi, la ría, de la que hablaré la próxima semana.
1 comentario en «Los burros, los carros, los caballos»
Que bonito Lucero.Con cuanto cariño,lo recuerdo.