XIV. El Carnaval

Baile ruso del Domingo de Carnaval en el Círculo Mercantil de Huelva. / Foto: UNIA.

Rafael Muñoz. 

(Publicado en La Provincia el 8 de junio de 1918, página 2,
por Agustín Moreno y Márquez)


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Baile ruso del Domingo de Carnaval en el Círculo Mercantil de Huelva. / Foto: UNIA.
Baile ruso del Domingo de Carnaval en el Círculo Mercantil de Huelva. / Foto: UNIA.

Una de las cosas que más caracteriza a los pueblos son sus diversiones, y entre éstas, así en los tiempos antiguos como en los modernos, descuella en primer lugar esa fiesta semi-pagana que se celebra en el domingo de quincuagésima con el nombre de Carnestolendas o Carnaval. No parece algo que entre las gentes se pierde la razón y se posesiona la locura desde muchos días antes de que la señala el calendario.


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Aquí en Huelva, era costumbre, desde el mes anterior, dar bromas pesadas ellas a ellos y viceversa, tomándose confianza de tal índole, que en otros días pudieran parecer repugnantes y vergonzosas.

Las citadas de servicios, por ejemplo, y otras muchachas de la misma clase social perseguían a los caballeros, corrían tras de ellos para quitarles una prenda cualquiera, el pañuelo del bolsillo, el reloj, la capa o el sombrero, conseguido lo cual, iban a la confitería, si estaba a mano, o la tienda de comestibles más cercana, y empeñaban la prenda por algunas golosinas, caramelos o castañas pilongas. Naturalmente, los hombres esquivaban el compromiso y, cuando se veían cogidos por ellas, procuraban desquitarse dándoles empujones y a veces, intentaban meter sus manos profanas en los ocultos pechos.

Pero mientras eso hacían las criadas de servicios, las señoritas mejor educadas, unas en las ventanas, que entonces eran salientes y con celosías y otras en los balcones también se tomaban confianzas y daban bromas de mal género. Las de las ventanas, con un guante relleno de aserrín o de arena, amarrado en una caña o palo, tocaban en el hombre al caballero que por allí pasaba, y, cuando este se volvía para ver a la joven que le había tocado, ésta alzaba el guante y con él le daba una bofetada en el rostro. Las de los balcones, en vez del guante usaban unos saquitos llenos a veces de tierra y amarrados por la boca una cuerda larga, los dejaban caer sobre la cabeza de los transeúntes derribándoles el sombrero y, por consiguiente, produciéndoles en alguna ocasión fuertes contusiones en la cabeza; mientras que otras más cultas, se aprovisionaban de un latón vacío, rellenaban de cáscaras o conchas de verdigones, coquinas o almejas, y arrollándoles una cuerda sujeta al balcón, lo dejaban caer dando vueltas y produciendo un ruido de dos mil demonios, asustando así a los que por debajo pasaba.

Pero cuando se desbordaban las bromas y atropellos era en esos tres días de Carnaval, domingo, lunes y martes, en los cuales se llegaba al frenesíde la locura, pues los hombres montados en carros, con grandes tinas de agua y provistos de jeringas, las cargaban con el expresado líquido que lo dirigían a las señoras que estaban en los balcones y en las ventanas, mientras que ellas, armadas igualmente del mismo instrumento, lo descargaban sobre ellos produciéndose un tiroteo de chorros de aguas, en esa especie de batalla campal, que a todos ponía como patos desde los pies a la cabeza y dejándolos en estado tal, como presuntos candidatos de grandes enfriamientos, y tal vez como aspirantes de inmediatas pulmonías.

Más tarde se fueron mejorando esas costumbres tomando esas fiestas un carácter más culto, pues salía con música el dios Momo en una carroza adornada suntuosamente y rodeado de sus locos servidores, con trajes muy vistosos; y de los balcones en vez de agua se arrojaban papelillos de colores y confetis.

También recorrían las calles de la ciudad otras varias comparsas de estudiantes, marineros y mujeres, unas con guitarras y flautines, otras con trombones y las últimas con panderetas, cantando coplas alusivas a lo que iban representando y, a veces picaban en asuntos políticos.

Sin embargo no faltaban tampoco mamarrachos sueltos con sus gracias repugnantes por asquerosas o sucias. Por ejemplo: una pareja figurando un matrimonio, él en calzoncillos y ella en camisa, llevaban dentro de un canasto una escupidera llena de vino blanco con trozos de churros o tejeringos y, fingiendo hacer la “caca”, la presentaban semejando orines y excrementos, y el marido con un cucharón ofrecía parte del contenido a los expectadores. Como ese ofrecimiento no era más que una pura fórmula, se lo repartían después ambos cónyuges y marchaban con su gracia mohosa a otra parte.

 Pero terminada la fiesta del Carnaval y entrada ya las gentes en plena Cuaresma, después del Miércoles de Ceniza, en el que nos recuerda la iglesia que somos polvo y en polvo no hemos de convertir, vuelve a reproducirse la función pagana con igual locura. Su única diferencia consiste en que por la noche suele haber algún baile y al final de este se rompe la “Piñata” llena de confituras.

En aquel tiempo, como aquí no existía más que un pequeño camino en la calle del Hospital, del que ya nos hemos ocupado en uno de nuestros primeros artículos, en él se colgaba la “Piñata” y se verificaba el referido baile, mientras que en los barrios también se hacía eso, en casas particulares, entre las clases más humildes.

Como se ve el Carnaval, en su esencia, siempre fue lo mismo: desenfreno y diversión. Norma suya es, olvido del propio decoro y desprecio a las conveniencias sociales por instinto natural. 

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