Antonio Mira Toscano y Juan Villegas Martín. Dentro de este confuso ambiente, y a pesar de lo recogido en el acta del cabildo onubense, el 26 de julio de 1577 se publicaron las condiciones para construir las torres de la Cascajera y de Punta Umbría. Ambos documentos están certificados por el escribano de Huelva, Lucas de Fonseca, a pesar de no ser término de la villa el paraje de Punta Umbría. Vaya por delante que estos documentos quedaron en nada, ya que al poco tiempo se interpuso pleito entre el rey y los señores y el proyecto de las torres sufrió una de las muchas paralizaciones que lo hicieron dilatarse en el tiempo. Pero son significativos de lo que se pretendía: unas construcciones desde luego más ambiciosas que las que finalmente se levantaron. Las trazas de ambas fortificaciones, y seguramente también las condiciones constructivas, fueron realizadas por el ya citado Ambrosio Malgrá. Lamentablemente no nos han llegado las plantas que acompañaron a estos documentos, a cuyo dibujo se refiere el texto en varias ocasiones. Analicemos estas condiciones, publicadas íntegramente por Luis de Mora-Figueroa en su conocido libro sobre las torres onubenses (Mora-Figueroa 1981: 103-106).
Lo que debía construirse “en la ysla de Saltés donde dizen la Cascajera” no era únicamente una torre, sino “torre y reduto (sic)”. Se trata, por lo tanto, de una propuesta defensiva bastante singular con respecto a las restantes edificaciones proyectadas u ordenadas por Malgrá y Bravo de Lagunas en su periplo onubense de 1577. La torre debía tener planta cuadrada, en lo que también iba a distinguirse de los demás proyectos, con doble cámara, y estaba pensada para montar artillería. Teniendo en cuenta las dudosas condiciones de solidez del suelo arenoso, el ingeniero planteaba cimentar la torre en una plataforma cuadrada de 10,60 metros de lado realizada con buenos materiales. Aunque desconocemos su profundidad, esta estructura de 112,10 metros cuadrados de superficie debería sobresalir al menos medio metro sobre el suelo. Sobre este fundamento, y dejando desde el borde unos 55 centímetros de talud o alambor, debía alzarse una torre cuadrada de 9,50 metros de lado y poco más de 13 de altura, quedando las cuatro esquinas achaflanadas y reforzadas con ladrillo. Insistamos nuevamente en lo inusual que resulta en esta fase del proyecto de las torres la adopción de este modelo de atalaya cuadrangular que, si atendemos a la disposición de las esquinas, habría presentado cierto aspecto ochavado.
En alzado, la torre debía contar con un primer tramo totalmente macizo de 5 metros, altura a la que se situaría la puerta elevada y el zaguán de entrada a la primera cámara. A partir de esa cota se levantaría la primera estancia, de tres metros de altura y con muros de 2,50 metros de grosor. Según las condiciones proyectadas, el espacio interior de esta estancia sería un cuadrado de 4,50 metros de lado cubierto con bóveda de aristas, alcanzando su clave los 3,60 metros y arrancando los estribos a 1,80 metros desde el suelo de la cámara. Dicha cubierta debería tener un ladrillo de espesor, lo suficiente para sostener una gruesa torta de 83 centímetros, formada con cal y arena, que sería el suelo de la cámara superior. La escalera de subida a esta estancia sería desde el interior, adosada al muro y de 70 centímetros de ancho.
La cámara superior habría de fabricarse con las mismas características y estilo que la inferior, si bien para aligerar el peso los muros se proyectaban algo más delgados, de 2,25 centímetros.
Contrariamente, la bóveda sería de dos ladrillos de espesor, dada la necesidad de fortalecerla para sostener el terrado de la torre. Por la misma razón se ordenaba que la cal y la arena se mezclaran con guijarros para formar así un mortero más resistente e impermeable. A diferencia del cuerpo bajo, la escalera de acceso al terrado, también de 70 centímetros, debía ir embutida en el muro. Otros elementos diferenciales se proyectaban en esta cámara, como una chimenea, destinada al uso doméstico de los vigilantes o artilleros; y “una ventana a la banda de la mar”, en la fachada sur, de 30 por 60 centímetros al exterior y derrame al interior. Parece claro que era esta estancia superior la que se dedicaría a zona de habitación del personal destacado en esta fortificación.
Debido a su perfil escarpado o declinado, los 9,50 metros de lado de la base quedaban reducidos a 8,35 metros en el terrado; este se protegería en sus cuatro caras por medio de un parapeto de un metro de alto por 1,10 metros de grueso, alamborado a la parte exterior. Dispondría además de cuatro buhederas o ladroneras sobre matacanes, una en cada esquina de la torre, sobresalientes 40 centímetros sobre la rasante del muro. Estos dispositivos estarían dotados de su clásico suelo perforado o aspillerado para la defensa en vertical, así como de saeteras en sus paramentos.
Una quinta ladronera se construiría justo encima de la puerta de la torre, con el fin de poder arrojar desde ella cualquier cosa que pudiera disuadir al posible enemigo de su empeño de penetrar en la fortificación. También esta puerta, adintelada y de 85 centímetros de ancho por 1,40 metros de alto, se proyectaba con fuertes medidas de seguridad. La madera debía alcanzar los cuatro dedos de grosor, llevando un forro de hierro, “con su quisialera” y otros elementos como “una tranca pasadiza que pase de un cabo a otro” del zaguán para cerrar por detrás.
Si ya de por sí la torre que se proyectaba en la Cascajera nos puede parecer un ambicioso edificio, el proyecto de reducto anexo nos amplía aún esta idea, al tiempo que nos permite pensar en el alto valor estratégico que se concedía a la zona por parte de los encargados de planificar la defensa de la costa onubense. Dicho recinto habría de tener también planta cuadrada, con muros de 5,85 metros de altura. Sería construido sobre cimientos de un metro de ancho a lo largo de todo su perímetro, sobresalientes de la superficie del suelo, y sobre los que se montarían las paredes del reducto algo retranqueadas con respecto al borde exterior, a modo de escalón. El perfil de estas paredes sería ataludado al exterior, decreciendo en anchura desde los 84 centímetros de la base hasta los 56 de la parte más alta. Sin duda se trataba de dotar al proyectado reducto de un diseño acorde con las nuevas teorías de defensa artillera. El muro construido con este perfil lograba mayor resistencia ante el tiro de artillería indirecto, cuya trayectoria formaba un ángulo de caída inclinado. Coronaría la parte superior de los muros un parapeto de 1,15 metros de alto y un grosor de 56 centímetros, todo él con inclinación hacia fuera. Contando con esta protección la altura total de la muralla rondaba los siete metros, lo que supone quedarse a poco más de seis por debajo del remate de la torre.
También el reducto debía dotarse con una serie de dispositivos destinados a reforzar su capacidad defensiva. Tal es el caso de dos pequeños torreones proyectados en las esquinas del lado opuesto al de la atalaya, los cuales seguirían las mismas características constructivas que el muro y el parapeto. Igualmente, el reducto llevaría su ladronera con sus correspondientes saeteras. Aunque el documento no señala su ubicación precisa, parece lógico que se colocara sobre la puerta de acceso al recinto, que suponemos se ubicaría en el lienzo situado entre ambos torreones. Esta puerta sabemos que debía tener una anchura de hueco de 1,40 metros y, como la de la atalaya, sería de buena madera de cuatro dedos de grosor, estaría forrada de hierro y debía llevar por detrás su correspondiente “tranca pasadiza”.
En cuanto al espacio interior, el reducto sería abovedado, constituyendo el trasdós de las bóvedas un terrado corrido sobre el que poder circular los defensores y disponer las defensas necesarias. Varias bóvedas serían precisas para cubrir la totalidad del reducto, proyectándose para su sostenimiento una serie de pilares de sección cuadrada, de 84 centímetros de lado, asegurados por tirantes de madera para dotarlos de mayor solidez. El acceso al terrado se haría por medio de una escalera de mampostería desde el interior del reducto. Todo el recinto se labraría a base de piedra y ladrillo, exigiendo las condiciones expresadas en el documento que en todo momento se emplearan en la obra excelente cal y fina arena, bajo la proporción de mezcla de una espuerta de cal por dos de arena, además de guijarros para algunas partes en que se precisaba mayor solidez.
Todo parece indicar que ambos edificios, torre y reducto, no se levantarían adosados, aunque sí muy próximos. De hecho, el acceso de la torre, que como hemos indicado se proyectaba por encima de los 5 metros, se haría a través del terrado del reducto. Para ello, en el costado confinante con la atalaya se dispondría “una puentesica levadiza que vaya desde el terrado a la torre”. La retirada de este puente permitiría en caso de necesidad la independencia de ambos recintos defensivos.
En la documentación que analizamos quedaban también perfectamente definidas las cuestiones referentes a pagos y plazos de ejecución. El rematante debía dar fianzas bastantes antes de su comienzo, siéndole entregado a cuenta un tercio del importe de la adjudicación en el momento del inicio de obras. Recibiría el segundo tercio a la mitad de la construcción y la mitad del último tercio al cerrar las bóvedas del reducto y de la segunda cámara. La cantidad restante solo se abonaría al concluir toda la obra y siempre que esta recibiera la conformidad de la persona que fuera nombrada para ello.
Muy parecido a esto era lo que se proyectaba en Punta Umbría. Fechado el mismo día, el documento de condiciones ordenaba en este paraje similar complejo de torre y reducto con medidas exactamente iguales, aunque con una sorprendente diferencia: la torre en la Punta de Umbría habría de ser de planta circular. Ignoramos el motivo de esta decisión, pues pocas circunstancias diferenciales parece que pudieran existir en la vigilancia y defensa de dos puntos tan cercanos. Tanto para los recintos de la Cascajera como para los de Punta Umbría se establecía un plazo máximo de ejecución de 18 meses, optimistas previsiones para unos proyectos que nunca verían la luz y que se retomarían muy parcialmente, y solo en lo que se refiere a Punta Umbría, dos décadas después.
Desde Huelva, Bravo de Lagunas pasaría a principios de agosto de 1577 a los territorios del Marquesado de yamonte, para recalar luego en Gibraleón, donde se entrevistaba con el señor de este estado. El 22 de agosto se encontraba ya en Sevilla de vuelta de su misión (Sancho de Sopranis 1957: 30). Resumamos la situación a su partida en nuestro ámbito de trabajo: en la costa de Palos, dentro de las 4 torres ordenadas, se había proyectado ya la de Morla. En Huelva se había paralizado la construcción del fuerte en el Odiel, y se había ordenado el levantamiento del ambicioso complejo defensivo de torre y reducto en la isla de Saltés (Cascajera). Lo mismo se había ordenado en Punta Umbría, termino de Gibraleón. Tenemos sin embargo muchas dudas de que se contemplara la torre de Arenilla, en término de Palos, entre otras cosas porque no aparece entre las que Malgrá declara haber trazado. Todo esto quedaba, por supuesto, sometido a las dudas y vacilaciones de que hemos hecho ya repetida mención.
Como sabe cualquier lector que se haya adentrado en el desarrollo constructivo de las torres de almenara, lo relatado hasta aquí, lejos de suponer el inicio de las construcciones, no fue más que el principio de un largo proceso plagado de retrasos y cambios de planes. Las primeras dificultades vendrán de la mano del pleito por el que villas y señores contradijeron las obligaciones impuestas por el comisionado real. Tal oposición y la lentitud en la resolución del litigio supusieron en estos años la paralización absoluta del proyecto, del que volveremos a tener noticias como algo en fase todavía inicial a lo largo de la década siguiente a la visita de Bravo de Lagunas.
Hacia 1583 puede fecharse un documento que parece una reformulación del proyecto. Elaborada por el maestro mayor de las obras de Cádiz y Puente de Suazo, Juan Marín, una Relación de las torres que paresce aver menester… contiene nuevas trazas para las almenaras, así como una propuesta de emplazamientos diferente de la de 1577. Se diría que Marín ignora o desdeña lo actuado por Bravo y Malgrá, aunque, por la extensión del arco costero que refleja –desde Sanlúcar de Barrameda hasta Faro– se aprecia que nos movemos en fechas posteriores a la anexión de Portugal y podría tratarse de una adaptación del proyecto a la nueva realidad territorial de la Corona española. Vayamos ahora al estuario del Tinto-Odiel, donde la propuesta del maestro gaditano se limita a dos torres.
La primera la proyectaba en la zona de la punta de Morla, “que es a la entrada de Guelva y Palos”, aunque realmente la relación proponía construirla frente a este lugar, “a la parte de la mar”, donde hay “un seco como isla que llaman unos la cabeça de la Matança y otros el Manto”. Estamos, pues, en los bajos que constituyen la prolongación de la Cascajera, la ubicación más extrema en la que ha llegado a proyectarse una fortificación dentro de la isla Saltés. Sería torre “muy buena”, seguramente artillada, y, además de la zona de entrada principal al estuario, controlaría también “otras dos barras pequeñas al poniente, por donde salen los pescadores y navíos de treynta toneladas”. Estas barras de pequeño calado, más cercanas a Punta Umbría, son el testimonio de un estuario antiguamente más abierto que permitía la llegada a Huelva sin rodear por Mazagón. Lógicamente, igual que las utilizaban pequeños barcos de pesca, podía temerse la entrada por ellas de “galeotas de diez y ocho vancos abajo”, las cuales llegarían así delante de la villa de Huelva con gran facilidad y casi sin oposición.
La almenara prevista en esta ubicación se combinaría con otra torre que se pensaba levantar en la “barra de Saltés”, aunque en este caso, en la parte de la tierra firme20. Se haría a una legua del paraje de Julianejo, lo que nos lleva aproximadamente a la ubicación actual de Mazagón.
Es decir, el proyecto de Juan Marín señalaba dos torres cercanas para controlar la barra onubense, la de tierra firme aproximadamente en Mazagón y la del Manto unos cinco kilómetros más a poniente. De esta manera se cerraba por ambas bandas la barra principal de acceso al estuario, puesto que esta segunda torre también habría de ser “muy buena” y “con muy buena artillería”. La debilidad del proyecto, por lo que respecta a nuestro espacio de estudio, estribaba en la ausencia de torre planificada en Punta Umbría, siendo la siguiente propuesta la de El Portil. Quedaba así bastante desprotegido el extremo occidental de la desembocadura.
Pero surgen muchas dudas con respecto a la validez y alcance de esta relación, ya que poco después, en 1584, se encomendaba al duque de Medina Sidonia un nuevo informe sobre lo que debía construirse en parte de la costa gaditana y onubense. Después de indicar las grandes dificultades que tiene a su juicio el proyecto –la “descomodydad” de los sitios, por construirse sobre “arena mobible”, las dificultades de transporte de los materiales, el riesgo de ser raptados los propios albañiles por los piratas o el incremento que estima en los costes previstos por cada torre–, el duque propondrá en la zona de nuestro estudio un programa de construcciones bastante parecido al de la declaración de Malgrá en 1577, es decir, fortificaciones en el ancón de Morla, la Cascajera y Punta Umbría. Si bien recuperamos el emplazamiento de la punta de Umbría, de nuevo encontramos la ausencia de la punta de la Arenilla entre los lugares elegidos. Pero no todas las torres propuestas habrían de tener las mismas características, según el duque; la de Punta Umbría y la que se debía construir a tres cuartos de legua de esta, “en la ysleta de Saltes, en el sitio que llaman la Cascaxera”, debían ser torres “con dos bovedas y terraplenada la tercya parte”, de unos 35 pies de diámetro por 60 de alto y artilladas cada una con un sacre; la de Morla bastaría con que fuera una simple atalaya de señales, sin artillar. En cuanto a la dotación humana de estas edificaciones, las dos primeras habrían de llevar tres hombres, uno de ellos artillero, con un equipamiento personal de dos mosquetes y tres alabardas; mientras que la atalaya de Morla se cubriría con dos soldados armados con chuzos, es decir sencillas lanzas.
Un aspecto fundamental era el económico, sobre todo porque era el que venía ralentizando el proyecto desde 1577. Por entonces el pago de las construcciones se había cargado sobre las villas y los señores. Ahora, tal vez por su implicación en el asunto como dueño de una gran porción de la costa onubense, y recogiendo la queja sobre a quién beneficiaban realmente las torres, el duque de Medina Sidonia incluirá en este informe del verano de 1584 a otros contribuyentes. Argumentará que, aparte de aquellos donde se construirán, otros lugares “son ynteresados en el benefficio que se haze con las torres”, sobre todo los que “estuvyeren a diez leguas de la torre o atalaya, pues de aquella mar se les lleva la pesca para su substento ordinario”. También incluirá a la ciudad de Sevilla, beneficiaria tanto del producto de la pesca como de la seguridad de las mercancías de Indias; y a los barcos procedentes de otros puertos españoles, como usuarios habituales de nuestro litoral. Así, de las torres a construir en Punta Umbría y Cascajera pagarán “la quarta parte los dueños de navyos de Vizcaya y las tres cuartas su Excelencia [el duque de Medina Sidonia], el [marqués] de Gibraleon y Sevylla y Huelva, Palos, Moguer y otros lugares”; mientras que pagarían la atalaya de Morla en una cuarta parte “los dueños de navíos que bienen de la costa de España de ponyente a Sant Lúcar y Cádiz, y las tres cuartas partes su Excelencia [el duque de Medina Sidonia], el conde de Miranda y Sevylla”.
Como se observa, el plan del duque de Medina Sidonia, aunque mantiene la construcción de una torre en la isla Saltés, supone el abandono del ambicioso proyecto de los fuertes antes comentados, en la Cascajera y también en Punta Umbría. Pero no será esta la última renuncia referente a la isla, pues la documentación de finales del mismo año 1584 nos anuncia que “en quanto a las torres que se mandan hazer en Vacia Talegas e Sierra Bermeja e Saltos (sic:por Saltés) a donde llaman la Cascajera, se haga averiguaçión si convendrá que se edifique en los dichos sitios o estará mejor en otros, o si algunas dellas se podían escuzar”. Es decir, se cuestiona la ubicación y la necesidad de construir la torre proyectada en Saltés. De hecho en estas mismas fechas ya tenemos noticia de que el rey dispone la venida al litoral onubense de un nuevo juez comisionado de la obra de las torres, el licenciado Gilberto de Bedoya, y que entre las construcciones que trae ordenadas se encuentra una en el lugar llamado “punta” o “puente del Arenilla”, a cargo del señor de Palos, el conde de Miranda.
Sin duda el asunto de las construcciones en la desembocadura del Tinto-Odiel se encontraba en una situación de parálisis, a consecuencia no solo de las dudas sobre los emplazamientos, sino también del lento desarrollo del pleito entablado entre los señores y el rey. A pesar de que este continuaba sin resolverse, y por la urgencia de disponer del sistema defensivo en una costa especialmente castigada por la piratería, la Corona decide hacia 1584 reactivar las construcciones, aunque no estuviera determinado aún a quién corresponderían los pagos. Este momento está representado por la comisión de Bedoya, a quien encontramos en 1586 en la costa de Cádiz, repartiendo y cobrando a villas y señores su parte correspondiente en los gastos de edificación. Poco después pasaría al litoral onubense con la misma misión. Pero el ritmo de construcción es diverso y más lento en la costa onubense que en la gaditana, como también es más lento en los territorios de señorío que en los de realengo. Hay sin embargo, una zona especialmente atrasada, precisamente el ámbito de nuestro estudio.
Las razones de este retraso hay que buscarlas en dos obstáculos fundamentales: por un lado la persistencia de las villas en su obstrucción al proyecto, y por otro la consabida indefinición de los emplazamientos. En el primer caso, destaquemos el propósito de los cabildos de Moguer, Palos, Huelva, Cartaya, San Juan del Puerto y Gibraleón de apelar contra el repartimiento “de las torres que se van haziendo en esta costa por el licenciado Gilberto de Bedoya”. Tal iniciativa quedaba concretada en el nombramiento de un regidor moguereño en marzo de 1586 para representar a estos pueblos en dicha apelación. En cuanto al segundo aspecto, es ilustrativo el balance de lo que el juez de las torres Gilberto de Bedoya dejó hecho en nuestra zona de estudio antes de su marcha en el verano de 1587. En la relación correspondiente a sus trabajos nada se menciona sobre la torre de la Arenilla, por lo que parece que aún el programa previsto seguía siendo el de las tres torres propuestas en 1577 por Malgrá y en 1584 por el duque de Medina Sidonia. La atalaya de Morla –recordemos, en la boca de la barra de Huelva– estaba por fin empezada en 1587. Tenía construidos casi 6 metros: “quatro varas debaxo de tierra hasta la çapata, y de la çapata arriva tres varas”.27 Pero he aquí lo que se dice sobre las torres previstas en “Cascaxera” y “Unbría (sic)”: “Estas dos torres no se començaron porque Su Magestad mandó por zédula particular que la Cascaxera no se hiziese hasta que se mandase otra cosa; y avía de venir el material por la mar para entranbas”.
En efecto, se confirmaba el cuestionamiento de la torre prevista en Saltés. Para resolver el asunto, el 20 de julio de 1586 el rey recurrirá de nuevo al duque de Medina Sidonia, encargándole que emita su parecer sobre los emplazamientos. El duque, por su parte, “aunque tiene noticia de los sitios de las dichas torres, todavía para más certificarse” delega la misión en “persona confidente y de experiencia que viesse el sitio de las dichas dos torres y se ynformasse de lo que mas convininete (sic) fuese”29. Esta persona sería Pedro de Villavicencio, al que se refiere
la documentación como “juez por Su Magestad en lo tocante a la torre de la Cascajeda (sic)”.
Villavicencio se encontraba ya en la villa de Huelva el 8 de agosto de 1586 haciendo averiguaciones “para el sitio y parte donde se a de hazer la dicha torre, si en la Cascajeda o en la Punta de Umbría”. Apreciamos en la intención de la Corona una tendencia clara a prescindir de una de las dos torres. Pero las conclusiones de Villavicencio irán en el sentido exactamente contrario: la zona debía fortificarse aún más intensamente. Tras citar al cabildo de Gibraleón, como seguramente había hecho con el de Huelva, por ser partes directamente implicadas en el asunto, y haber examinado los lugares “por vista de ojos” y con el asesoramiento de personas prácticas en la materia, el juez emitía un informe en el que exponía la necesidad y conveniencia de la torre de la Cascajera, así como la de construir “dos torrejones que sirvan de atalayas en las dos puntas que dizen de la Unbría y del Puntal”. Aunque no podemos asegurarlo a ciencia cierta, por la existencia de otros topónimos similares en diversos lugares dentro y fuera del estuario, creemos identificar este Puntal con el “cerro del Puntal” señalado en algunos mapas del siglo XIX, lugar en el que desde antiguo se colocaban vigías a cargo de la villa de Palos. Se trataría de la misma zona de Morla, vinculada siempre a la entrada de la barra principal del estuario. Según el parecer de Villavicencio, tanto este lugar como la punta de Umbría, debían protegerse con torres menores, seguramente atalayas sin artillería, mientras que habría de ser de mayor porte la prevista en la Cascajera. Se reafirmaban por lo tanto unos emplazamientos que venían repitiéndose en las planificaciones de unos años atrás, quedando en principio como indiscutible la construcción en la isla de Saltés, aunque, como veremos, la suerte de este proyecto volverá a cambiar muy pronto.
Antes de finalizar el año 1586 debió de tomarse la decisión definitiva sobre la cuestión de la desembocadura del Tinto-Odiel, puesto que en enero de 1587 el duque de Béjar y el marqués de Gibraleón, ya tenían orden de construir una torre en Punta Umbría, aunque al final se había decidido que fuera “con artillería, que sirva de atalaya y defensa de la barra”34. Parece que el proyecto iba registrando algún pequeño avance, aunque prácticamente reducido a los aspectos administrativos, pues ya hemos indicado que al marchar Gilberto de Bedoya, del dispositivo defensivo del estuario solo estaba construido lo poco que este juez había levantado en Morla.
Y además, la suerte –o la pericia de los ingenieros– no iba a acompañar al proyecto, ya que, según las declaraciones de los nobles en su litigio contra el rey, aunque Bedoya “labró la torre de Morla, y sacóla diez varas sobre la superficie de la tierra”, poco después, “por ser mal situada la dicha torre, estando en esta altura la anegó la mar [y] se perdió la fabrica y material”. Parece que debemos interpretar que esta primera construcción se hacía a ras de playa. Había que empezar de nuevo, levantando una nueva torre en un emplazamiento cercano y probablemente más elevado, llamado significativamente el “pino de las guardas”. A estas alturas de nuestra historia, y a la vista de tantas peripecias y alternativas, cobran sentido las palabras contenidas en un memorial enviado a finales de 1586 por las villas de la costa de Andalucía. En dicho escrito se lamentaban de “lo mucho que se a gastado y lo poco que se a hecho”, temiendo que, de seguir la misma dinámica, el asunto de la fábrica de las torres se eternizaría en el tiempo, con los consiguientes perjuicios económicos para sus vecinos.
Hemos dicho que la decisión final sobre los emplazamientos había concretado que se hiciera la torre de Punta Umbría, y parece que la de Morla seguía siendo fija, a pesar de los inconvenientes sufridos. Pero ¿qué se había decidido finalmente sobre la torre de la Cascajera?
La respuesta la tendremos en la orden que el 9 de septiembre de 1588 el rey dirige al nuevo ingeniero de las torres de Andalucía, Juan Pedro Libadot. Sobre la torre de Morla, “que estaba comenzada”, le indica que debe acabarla como atalaya; suponemos que se trata ya de la nueva construcción iniciada en el pino de las guardas. Sin embargo, también le ordena “que no se haga la torre que se señaló en donde dizen la Cascagera, que es en la isla de Saltés, que está entre la punta del Arenilla y la punta de Unbría”, sustituyéndola por otras dos “en cada una de las dichas puntas de Hunbría (sic) y la Arenilla”38. Además, estas construcciones deben ser torres fuertes y capaces para artillería, de manera que “defiendan la entrada del río”, lo que sugiere que pudieran cruzar sus fuegos para proteger la barra y lugares inmediatos, quedando la isla de Saltés en el espacio de estos fuegos cruzados. Estas órdenes de 1588 suponen el final para la historia de la nunca construida torre de Saltés o de la Cascajera. Después de años de dudas y debates, otros emplazamientos se imponían como más convenientes, apartando definitivamente a la isla de los planes defensivos. Por otra parte, resurge el lugar de la Arenilla, en término de Palos, como enclave elegido para construir una de las torres.
Todo ello quedaría confirmado con una provisión emitida por el Consejo de Castilla el 21 de diciembre de 1590. Por este documento sabemos que la nueva torre de Morla, ya “empezada a fabricar”, y la de la Punta de Arenilla, estaban rematadas en 10.900 ducados, que corrían a cargo del conde de Miranda; mientras que la de la Punta de Umbría lo estaba en 7.600 ducados, de los que debía hacerse cargo el duque de Béjar. Nos encontramos ya ante el proyecto que se acabará construyendo definitivamente, aunque no por ello estemos todavía cerca de verlo terminado, pues el lustro siguiente es de nuevo un período de estancamiento de las construcciones. Se imponen nuevamente los debates legales, las alegaciones y la presión señorial sobre el proyecto. Así lo ejemplifica la merced obtenida del rey por el propio duque de Medina Sidonia para no construir las almenaras señaladas en sus dominios de la costa de Arenas Gordas, aunque unos años más tarde tal concesión quedará revocada. Ningún avance constructivo se produce tampoco en estos años en las torres de nuestra zona de estudio, donde en 1593 seguían señaladas “en termino de la villa de Palos, que es del conde de Miranda, otras dos torres, la una que llaman la torre de Morla y otra a la punta de la Arenilla; y otra torre a la Punta de Unbría».
Y mientras esto sucede, el peligro de ataques piratas sigue gravitando cotidianamente sobre la costa onubense. En junio de 1591 la villa de Palos, en un memorial destinado a intentar rebajar cierto repartimiento, sigue quejándose de ser “puerto de mar y costa donde de hordinario acuden mucha cantidad de moros”. Y no solo acuden al litoral exterior, sino que, con descaro, los enemigos son capaces de atacar incluso el convento de la Rábida. Veamos algunos detalles que nos ofrece el Padre Ortega sobre el desembarco sufrido en este lugar el 1 de agosto de 1593. Según indica el autor citado, por estas fechas los habitantes de la costa cercana al monasterio vivían en continua alarma por la amenaza de un renegado llamado Amete Alí, que, al mando de una galera y dos galeotas, navegaba en corso por la zona. En su condición de renegado, y por lo tanto hijo de la tierra, era buen conocedor de las barras y los bajos, por lo que era muy capaz de adentrarse hasta sus objetivos sorteando los obstáculos que habitualmente constituían la defensa natural de las poblaciones del estuario. Al parecer, esto hizo en la noche del referido día, precisamente cuando en el convento se estaban celebrando una serie de oficios religiosos y se encontraba el templo lleno de fieles. Según el relato del padre Ortega, solo la intervención sobrenatural de la Virgen de los Milagros lograría frustrar el ataque pirata, por medio de hechos milagrosos que habrían llevado incluso a la conversión y bautismo en la fe cristiana de dos de los corsarios (Ortega 1925: 144-146).
(Continuará)