Ángel Custodio Rebollo. Cuando esta mañana me encajaba los zapatos para salir a dar un paseo por Huelva, me vino a la memoria algo que me sucedió cuando no creo había cumplido, todavía, los diecisiete años.
Un compañero de trabajo, me comentaba que su tío, que tenía en Huelva una buena zapatería, había recibido unos zapatos de un material recién salido al mercado, el plexiglás. Me explicaba que para limpiarlos no era necesaria crema alguna, solo un paño húmedo y secarla con uno seco.
Siempre he sido, y lo soy, muy amigo de probar todo lo nuevo que aparecía, cuando finalizamos nuestra jornada de trabajo, nos fuimos a la zapatería para ver y tocar el nuevo zapato de plexiglás.
El plexiglás era uno de los primeros plásticos para uso doméstico que había aparecido en el mercado después de la Segunda Guerra Mundial y me hacía ilusión poseer aquel nuevo calzado y del que se encomiaban sus bondades y ventajas, por lo que como la prueba fue satisfactoria, decidí la compra.
Cuando lo llevé a casa, mi madre lo miró con cierto escepticismo, pero sin embargo mi padre, que era tan amigo como yo de las novedades, dijo que le parecía una buena compra y que lo desfrutara.
Las diez o doce primeras puestas fueron muy buenas y recuerdo que en un baile que se celebraba en el Colegio Ferroviario, todos hablaban de la limpieza que tenía mi nuevo calzado a pesar del los muchos pisotones y roces que había recibido.
Pero cuando me lo puse después de me y medio, surgió un problema; el zapato por la parte que sufría el dobles al andar, empezó a rajarse y aquel día cuando llegué a casa, estaba todo inservible.
Y así fue la vida de mi bonito zapato de plexiglás.