Rafael Nuñez Rodríguez. En estos días predomina lo inmediato en todos los ámbitos de la vida. Apenas nadie reivindica la vuelta a un mundo sencillo, donde la naturaleza, la calma y el sosiego devuelvan la cordura a un tiempo, que parece predominado por la prisa. La literatura no se libra de este ambiente: novela y poesía están en redes sociales, en pasos de cebra y otros medios que favorecen la rápida difusión, pero se sitúan en las antípodas de lo que la gran Literatura exige.
La Poesía necesita silencio, tiempo y maduración. Pues bien, Miguel Fuentes acaba de publicar con la editorial Versátiles: Profecía de las Plazas, un poemario que es el culmen de una extensa etapa vital. Su portada ya induce a la calma, al sonido de un lugar agradable donde leer retirado del mundanal ruido, por donde pocos sabios han sido. Muy seguramente a Fuentes esos versos le quemaban en el cajón. Llevaría años elaborándolos como un artesano desgasta la madera. Catulo decía que sus versos eran pasados por la piedra pómez para que estuvieran perfectamente pulidos. Horacio recomendaba en su Epístola a los Pisones guardar los versos en un cajón siete años para ver si soportaban el paso del tiempo. Sin embargo, Miguel Fuentes ha excedido ese consejo, guardando sus versos mucho más tiempo del debido. Seguramente, creemos que haya soportado más de siete años con sus versos en viejos cartapacios y carpetas, o en algún cajón de la mesa donde se sienta a escribir.
Miguel Fuentes lleva enseñando Lengua Castellana y Literatura muchos años, eso nos lleva a preguntarnos: ¿Qué extraño complejo lleva a muchos profesores de literatura a guardar sus versos? ¿Qué miedo atávico los condena al ostracismo poético? Decía Joaquín Pérez Azaústre en una reciente entrevista en La Arcadia Onubense que nadie podía criticar la sensibilidad de otros. Debemos ser realistas, la república de las letras siempre fue un lugar muy cainita. Una mala palabra o una crítica furibunda puede cohibir a cualquier persona sensible. Quien publica debe estar muy seguro de lo que va a hacer sin fisuras ni dudas. Quizá sea el caso de Miguel Fuentes, que por profundo respeto a la tradición literaria guardó sus versos hasta que, maduros como un roble, fue capaz de dejarlos andar por Huelva, como hizo Ovidio con sus Tristias cuando mandó a aquel librito a andar por Roma, ya que él no podía. Aunque Fuentes sólo se ha exiliado de la imprenta hasta ahora, ha conseguido una buena colección de poemas.
Si nos centramos en el poemario propiamente dicho, éste se abre con una cita poco usada en los círculos literarios onubenses. Nos referimos a una cita de Pablo de Tarso de la Epístola Primera a los Corintios, capítulo 13: 2: “si no tengo caridad, no soy nada (…)” (en otras versiones la palabra caridad se traduce por amor). Justamente ese pasaje bíblico está precedido de estas otras hermosas palabras sobre el amor: “Si yo hablara lenguas humanas y angélicas, pero no tengo amor, he llegado a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe”. La lengua y la poesía de Miguel Fuentes son transparentes, como bien dice Francisco Ruano, se alejan del artificio y del retoricismo, aunque no del todo, pero como la cita bíblica advierte al lector, sin amor a la palabra misma este poemario sería como “un metal que resuena o un címbalo que retiñe”.
En sus páginas se ve el amor a la vida pasada (poema III, IX), a su familia (poema V, X) y a la palabra clara (poema XVIII). Fíjese, lector curioso, en estos versos del poema V: “Y te preparas para aquello para lo que naciste:/ el ingreso en el misterio/ y la promesa: para la creación y la cruz. A vosotros os dedicaré el resto de mis días/ sin interrupciones”. El misterio y la creación poética, la vida en si misma: “al agrio sabor de contemplar”. En esos conceptos también puede resumirse bien este poemario.
Nos podríamos fijar en los tres o cuatro poemas iniciales. El poeta parece recorrer el camino iniciático hacia la voz poética. Los pasos garcilasianos o petrarquistas, los pasos del caminante machadiano que abre su camino a través del uso de los versos. En el primer poema, sólo necesita dos versos para pasar de la premonición a la lucidez, del sentir al entender, que diría el ya mencionado prologuista. Precisamente, ese objeto que parece lejano se convierte en una “silueta” fruto de esa dicotomía tan bien establecida en el prólogo. Sentir y entender se asocian a la vez con el crear y el vivir, y en definitiva redundan en el ser y el estar. Si nos guiamos por esos pares mínimos podremos alcanzar al fondo de este poemario.
Una vez superados los primeros poemas nos vamos encontrando muy distintas composiciones. Recuerdo, vida y sentimiento procesados desde el cristal de la poesía. El pensamiento poético de Miguel Fuentes daría para mucho más que para una breve reseña. Así pues, esperamos que siga publicando, sin miedo ni prisas. A este autor no nos atrevemos a darle ningún consejo, porque atesora saber hacer y estar en la poesía. En la última parte del libro encontramos “¿Poemas Inacabados?”. Se trata de un grupo de poemas, que recuerdan a los “non finito” de Miguel Ángel. Su expresión no del todo pulida, no del todo hecha, a veces goza de la lengua popular y otras veces por la imperfección del ritmo causan una especial atracción del lector, son muy recomendables para ver de fondo al autor en su taller.
Debemos felicitar a la editorial Versátiles porque ha sabido apostar por él. Por otra parte, tampoco debemos dejar pasar el prólogo de Francisco Ruano. Las precisiones que realiza sobre la forma de estructurar el autor su poesía fueron fundamentales para acercarnos de forma rigurosa a estos versos. Si tenemos que sacarle por algún sitio los colores a Fuentes es por el abuso del verso agudo en varias ocasiones, sin llegar a ser numerosas. Además, existe un poema titulado “Tu nombre” que tras varias relecturas no aguanta, o al menos, parece desentonar en la dinámica del poemario. El uso de diminutivos, el tema y lo tópico de sus elementos parecen enseñarnos un poema que ha recibido menos atenciones que otros. Por otra parte, el lector curioso podrá disfrutar del ritmo de sus poemas, fluyen los endecasílabos infiltrados en la cadena del habla sin que parezcan buscados. El lector atento sabe que, cuando parece que no son buscados, en ese momento debe sospechar que la “labor limae” del autor ha sido efectuada con éxito. Encontramos un autor “reciente o joven”, joven en cuanto a que acaba de empezar a publicar. Reciente porque sus versos no llevan un mes en la calle y ha ganado el respeto de lectores sibaritas, literariamente hablando. Una agradable sorpresa entre tantas banalidades poéticas. Ahora le toca al lector curioso disfrutar sin cortapisas de esta obra.