Ramón Llanes. La futura negociación de nosotros mismos con nuestra propia supervivencia pasa inexorablemente por el pasado; lejano, cierto o complejo pero tiempo pasado con su consecuencia de contraluz o cansancio. Todo lo de atrás persigue en nuestra cábala un remonte más dulce que agrio como si un borrador tácito se encargara de olvidar la sustancia menos sabrosa del recuerdo. Durante el pensamiento prevalece una dócil afinidad de este con la nostalgia, la adueña, la seduce, la mueve y la mima con un justo parecer a fin de sacarle esa versatilidad romántica con capacidad para ocasionarle sonrisas, un parecer mejor, una égloga nueva, un agrado.
Todo se puede volver mentira al correr la última maratón, todo lo guardado puede envolverse en una súbita perfidia, en algo obsoleto o inútil; todo lo que contienen las neuronas que se encargan de esta distribución dentro de la cámara más genuina del cerebro queda sometido a las inclemencias más severas hasta poderle derribar una simpleza de detalle o un desaliñado momento.
Al llegar al pasado se consensua la libertad de la elección de éste con la conciencia y ellos elaboran el proyecto de disponer del recuerdo o de incentivar el presente para establecer una causa nueva que impulse la actividad. En principio cuesta un mundo obedecer, intervienen cansancios y desganas pero cuando el ejercicio del futuro entra en el juego se entripan los desalientos y nacen corajes que empujan. La ejecución de los actos conlleva el placer de su realización y concede la posibilidad de enraizarlos en la tierra de los recuerdos hasta convertirlos en modos y sirvan mañana o dentro de veinte años para una nueva virtuosidad de confort en la memoria. Será la ganancia del tiempo para la felicidad, ¡qué delicia!.