El Rocío 2014

Palos de la Frontera llega al Rocío tras un camino espectacular

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La cantaora palerma Beatriz Romero, delante del Simpecado de la Hermandad de Palos.
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La cantaora palerma Beatriz Romero, delante del Simpecado de la Hermandad de Palos.
La cantaora palerma Beatriz Romero, delante del Simpecado de la Hermandad de Palos.

Miguel Ángel Velasco. Los caminos del Rocío son conocidos por todos por su esplendor y belleza. No hay romero, o simplemente curioso de temporada, que no haya sacudido su cabeza y frotado sus ojos ante tanta y tanta osadía de la naturaleza. El largo caminar por salvajes caminos, la masa verde de los pinos, el olor a juncia y romero, el cielo azul, cuando no amenazado por nubes salvadoras, los rayos luminosos solares colándose como flechas entre las espesas murallas arbóreas y el polvo… el polvo del camino que levanta el paso de las carretas y el arrastrar de los botos camperos. Pero resoplan por doquier las palmas y los cantes incansables y alegres de los peregrinos. Rostros y cuerpos sudorosos, ennegrecidos, sobre corazones abiertos a la ilusión del encuentro con «ella».

Todo ello puede ser una breve instantánea del camino. Muy breve y nada comparable con la contemplación de la realidad. Pero es cierto que en todo romero, en el más curtido por los caminos marismeños, siempre cabe un hueco en su corazón para el asombro. Una migaja más en el que llenar sus ya de por si repletas alforjas de emociones y sentimientos. Y algo así ha ocurrido en este andar hacia la Aldea, este año.

Cuando la comitiva llegó al paraje del Charco los cuerpos parecían sacudirse del cansancio pues esperaba, para algunos, la primera prueba. Su bautismo romero. Las aguas mansas les esperaban vestidas de fiesta, impasibles ante los pasos humanos y las ruedas de las carretas. El agua se desparramó sobre cabezas neófitas mientras el Simpecado de plata permanecía mudo vestido de flores rojas sobre sus grandes ruedas negras y blancas. Los colores de las ropas femeninas relampagueaban diminutas sobre el fondo de color irracional. Nadie espera nada. Todos parecían tener en su plenitud, colmada. El silencio, sin embargo, en un momento, lo rompe el rasgar de una guitarra y una voz hermosa, potente, clara rompe la absorción colectiva. Un fandango onubense a la Virgen estremeció los cuerpos.

El Charco pareció convertirse, de pronto, en un océano sin fronteras. Beatriz Romero, con falda celeste, corpiño carne y flor blanca sobre su melena castaña recogida, se transformó en voz. En una musicalidad que encogió los corazones y secó las gargantas. Y cuando ese torrente inacabable cortó por última vez el aire quieto de la tarde, algo húmedo e inexplicable impregnó los ojos enrojecidos por el camino. Batieron palmas los brazos, casi sin saber. Todos la miraron como si lo hicieran a Ella. Los ha llevado por ese sendero de ilusión y esperanza que, año tras año, buscan y encuentran. Alimento para el resto de la jornada, bálsamo para el final de la etapa, maná para su encuentro. La Ermita del Rocío.

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