Benito A. de la Morena. Llega el momento en el que el veraneo te reclama y te aleja, momentáneamente, de esos placenteros escritos que permiten el contacto directo con un público que también necesita “descanso” y relax, y a uno le queda ese sabor “agridulce” del que no ha tenido el tiempo suficiente para exponer todo lo que el corazón demanda, “cual fuente inagotable de la que mana ese líquido preciado que declama, calmar la sed del que sufre la injusticia y alentar la fe perdida”.
Han sido diversos los comentarios publicados en los que se ha promulgado la consabida necesidad de una solidaridad que, basada en el amor y la caridad, lleve a los necesitados nuestra propia humanidad, y con esa intención aviesa que nace del buen querer, crear en nuestros corazones la duda de quién es realmente el necesitado y, si la humanidad que decimos entregar tuvo la adecuada elaboración.
Y es que pretender despertar la conciencia, hablamos de la ambiental, es una ímproba labor difícil de conseguir, pues “no fue la voluntad la que tal vez haya faltado, ni el tiempo de exposición, o datos de información, ni tan siquiera el calor del transmitir o escuchar, y menos la formación que se supone suplida al ser mensaje directo al centro de un corazón, que no distingue de títulos, pues sólo percibe amor”.
¿Cómo se puede entender desde la necesidad “cubierta”, que otro niño como el tuyo fallezca por carecer del agua que tú derrochas?
¿Cómo poder aceptar que en la salud prepondere la diferencia de clases, y admitir serenamente que el veinte por ciento de la población del primer mundo acapare el ochenta por ciento de la producción mundial de los medicamentos?
¿Cómo poder asumir que más de un tercio de la población del planeta carezca de sistemas de conducción, no ya de depuración, de las aguas cloacales, provocando la proliferación de enfermedades comunes que ya han sido controladas en las naciones desarrolladas?
¿Dónde está la solidaridad que me permita atenderte, que me alivie al entregarte “mi” paz y conocimientos, que no me ponga barreras de culturas ni de etnias, porque tiendan a ser uno, sólo uno, en esa globalidad que necesita el planeta?
¿Dónde está la caridad y en qué lugar la ambición que quita a los países pobres la riqueza del subsuelo a cambio de polución?
¿Quién controla al poderoso que contamina los cielos, para crear un acero que se transforma en cañones y así dominar los pueblos?
¿Dónde está la inteligencia y en qué lugar la razón que me permita aceptar, antes que deje la vida, que no existe un primer mundo, ni un segundo, ni un tercero, que es tan sólo la vileza la que no me deja ser semejante a los demás?
¿Dónde se encuentra el aliento que tranquilice mi mente ante tanta tropelía? No es sólo apagar la tele, tampoco agitar banderas, ni siquiera dar limosnas. Tal vez sea, tener “alma”.
La conciencia medioambiental, gestada en el siglo XX, está intrínsecamente relacionada con la conciencia humana, y a medida que ésta se deteriora provoca sinergias con múltiples efectos sobre la calidad ambiental del Planeta y los seres que lo habitan.
La Tierra podrá soportar los errores del “homo sapiens”, pero él no, el ser humano está predestinado a ser víctima de su propio destino sin distinción de credos, razas o niveles de poder.
Y ante tantos desalientos, agresiones y desmanes, ¿a quién declamo justicia, sino es a Dios?
Feliz descanso veraniego.