Desde las arrugas al placer

Ramón Llanes. Un día sin determinar, sin alivio previo ni premeditación, se te aparecen con la resolución más alta, en la insensata visión del espejo, las arrugas ganadas con el tiempo. La doble fijación se hace sudorosa hasta que la alquimia del músculo encargado se desdice y acude a tu entereza la fisonomía normal después del susto. Ese día  te merodea el desánimo, la edad se te repite como el chocolate y la idea de enfado no se va de la cabeza. Has vuelto a redescubrir, en un asalto casual a tu rostro, que las horas van dejando en tí la indeleble disciplina de la madurez (aún no te atreves a llamarle “vejez”, por miedo a faltarte al respeto).

Aquel otro día del estío álgido te inyectas de celeste los pantalones, maridas el color con camisa nueva de un aparente azul perdido, -zapatos de mozo y semblante de genio-, y sales al espacio sintiéndote la burbuja de la juventud en lo más egregio de tu pudor. Se te ha venido de pronto el placer a la escotilla de tu altivez y te encuentras delante del examinador espejo más sonriente que un soldado, vigilando cada jerga del atuendo con guiños de complacencia al mejor estilo de chulería que la ocasión requiere. Te has convertido en la referencia perfecta de tus exigencias de la modelación, eres la persona necesitada para adornar el paisaje, el prototipo de ser  humano que los mundos deberían conservar en una reserva científica.


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Apenas, -de una consideración a otra-, pasaron tres telediarios. La fogosidad o inanición del pensamiento te hicieron héroe o villano ante tí mismo; cuando solo fue el retoque efímero y parcial la causa del subidón de autoestima, cuando el personaje del espejo respondía a los mismos datos en las dos ocasiones; el eco turbio, la fragancia de alegría y los efluvios de ambas apariciones congeniaron contigo hasta hacerte esclavo o libre de un proyector de imágenes distorsionadas.

Mientras tu desahogo gremial en las paredes fijas de tu armisticio elucubraba enredo o candidez, el espíritu no se transparentaba, permanecía escondido, ajeno al complejo de enfurecerse o divertirse por la sola aparición de arrugas o el torpe engreimiento por la vestimenta con pantalones celestes. De volverte a mirar, volverías a sentir idénticos abalorios en la emoción.


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3 comentarios en «Desde las arrugas al placer»

  1. Donde no se debe tener arrugas, amigo Ramón, es en la mirada ni en la mano cuando la ofrezcas a los damás ni en tus palabras:
    porque «de volverte a mirar» en tu escrito, verías que «los estíos» nunca son «álgidos»
    ni el «ti» necesita tilde. Y así,»volverías a sentir los auténticos abalorios en la emoción» de ser en el estar.

  2. Una reflexión muy acertada, pues cuando llegamos a la madurez y vamos cumpliendo años a veces al mirarnos al espejo nos damos cuenta que en nuestro rostro se está produciendo como una metamorfosis que nos cuesta aceptar, y es que los años no pasan en valde..

  3. Me regalaron un pantalón rojo, no celeste, pero para el caso es lo mismo. Me lo enfundé como pude y no me hizo falta mirarme al espejo. Me dije qué hago yo con un pantalón rojo como los viejos que no quieren ser viejos si yo no soy viejo y me importa un pimiento ser viejo o joven. De modo que me quedé con el pantalón, puesto y lo terminé de arreglar con una camisa naranja y un jersey rosa. Nada más salir a la calle, me encontré de sopetón con uno que solía venir a casa a blanquear todas las primaveras: – ¿Dónde vas, maricón, que pareces un chicle?

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